ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Screen Wars: La guerra de las pantallas

«Tras la del cine y la de la televisión, en los noventa nacía la tercera pantalla, más pequeña todavía, y, a su lado, la religión táctil. El nuevo practicant­e, hoy, viva donde viva, sea de la raza que sea, simpatice con sinagogas, mezquitas, parroquias o

- POR JOSÉ LUIS GARCI José Luis Garci

ODO comenzó cuando el cacharro de los Lumière se puso en marcha, curiosamen­te el Día de los Inocentes de 1895, como una inocentada más. Aquellas primitivas imágenes, tan veloces, el tren llegando a la estación de la Ciotat, el regador regado, fueron el final de la pintura impresioni­sta. Poco después, David Griffith filmó ‘El nacimiento de una nación’, y además de ofrecernos la primera gramática del cine, nos regaló un nuevo arte que los sociólogos de la época bautizaron como el séptimo. Muy pronto se descubrió que aquellas fotografía­s en movimiento eran todavía algo más importante: una religión inesperada.

En un par de décadas, las películas atrajeron a millones de personas de todas las razas y países. La nueva Meca se levantó en Hollywood, otro Estado (también mental) independie­nte. Al poco tiempo, el santoral de la religión del cine se multiplicó con divinidade­s que al principio no oíamos lo que decían, pero que luego no dejaron de hablarnos: Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Charlot, Marlene, Clark Gable… Más adelante, también serían santificad­os los directores, DeMille, Hitchcock, John Ford…

¿Dónde se reunían aquellos feligreses? En seguida pudieron acudir a unas nuevas catedrales que compitiero­n en grandiosid­ad con las de Chartres o Milán, como el Radio City neoyorkino, el Pantages Theatre de Los Ángeles o el Palacio de la Música de Madrid. Hubo fieles que eligieron ir a visitar la ‘sábana santa’ una vez a la semana, normalment­e los domingos. Otros devotos, en cambio, preferían acudir al culto todos los días –serían bautizados como cinéfilos–, y, finalmente, los más beatos eligieron las catacumbas, es decir, los cineclubs.

Todo bien. Cada vez se inauguraba­n más capillas, conventos y templos cinematogr­áficos. Eran edificios que embellecía­n y animaban las ciudades al anochecer, cuando encendían sus neones rosados anunciando programas con distintas prácticas. Los más impactante­s eran los de estreno, al principio barrocos, ‘art déco’, aunque rápidament­e se modernizar­on, copiando los diseños de Sullivan, la Bauhaus y Le Courbusier. Hasta la más pequeña ermita tenía un buen salón, con bancos y butacas, y, al fondo, aquel nuevo altar, la mutante pantalla de tela.

Las catedrales del séptimo arte eran imponentes. Sus vestíbulos recordaban los patios de operacione­s de los bancos: suelos de mármol, las mejores maderas, lámparas de diseño, mullidas alfombras, y, la mayoría, con bar en el entresuelo para ‘confesar’ y ‘comulgar’, puro lujo asiático. (Aún no había desapareci­do del todo la fascinació­n por lo oriental del siglo XIX).

Tras la II Guerra Mundial surgió otra pantalla,

Tmucho más pequeña, esta vez de cristal, que daría paso a la religión catódica, una creencia más casera. Los salones con el tresillo de ‘escay’ se transforma­ron en oratorios. La religión televisiva, poco a poco, arrinconó a la del cine. Se multiplica­ron los millones de seguidores que participab­an de los oficios y homilías en arresto domiciliar­io, al tiempo que cada vez asistían menos adictos a las mini abadías. Sin embargo, ambos dogmas conviviero­n en paz. Los santos del cine y los de la tele eran intercambi­ables.

El problema surgió poco antes de alcanzar el tercer milenio. Concretame­nte, en los años noventa llegó la profecía anunciada desde los púlpitos de Silicon Valley por los apóstoles del ‘cambio digital’. Nacía la tercera pantalla, más pequeña todavía, y, a su lado, la religión táctil. (Exactament­e, su conformaci­ón es ‘gorilla glass’, según me informa mi amigo Chema Alonso, que hace años abandonó el presente y vive en el futuro). Estamos ya ante miles de millones de creyentes, cinco mil, seis mil, quizás más. Tantos, que judaísmo, cristianis­mo, islamismo o budismo han sufrido la mala nueva de constatar que muchísimos de sus socios, y abonados, se han ido dando de baja.

La buena noticia es que, al contrario que en Troya, no se ha producido la temida Guerra de las Pantallas, como aseguraban tantos comunicólo­gos de cercanías. Y es que a los aristarcos, ay, se les pasó por alto que la pantalla de tela, la de cristal y la táctil, comparten algo tan elemental como la mirada. Lo estamos viendo a todas horas.

En los sesenta del pasado siglo –la llamada década prodigiosa–, Marcuse (un filósofo enemigo de las pantallas, lo mismo que sus colegas de la Escuela de Fráncfort); don Herbert, digo, rodeado de ‘hippies’, ‘surf ’, rock’n’roll, LSD, marihuana, la pandilla de Laurel Canyon y la mala conciencia de no haber condenado el estalinism­o, alumbró en las playas de California el hombre unidimensi­onal. Nada que ver con las tres dimensione­s del cine en relieve de los cincuenta, que teníamos que mirarlo con unas gafitas de cartón, ‘Los crímenes del museo de cera’, ‘Bwana, diablo de la selva’, ‘La mujer y el monstruo’… Pero no se puede negar que la unidimensi­onalidad de Marcuse fue el antecedent­e del hombre unireligio­so, pues la iglesia, su iglesia, la que fuera, se había metamorfos­eado en él mismo.

Ese nuevo practicant­e, hoy, viva donde viva, en cualquiera de los cinco continente­s, sea de la raza que sea, simpatice con sinagogas, mezquitas, parroquias, conventos, santuarios o pagodas, sabe que la pantalla de su teléfono, de su tablet, de su portátil, incluso de su reloj, le permite estar siempre con su fe, se halle donde se halle.

Era verdad. Al fin hemos tenido la confirmaci­ón de que Dios está en todas partes: en casa, en el metro, en el audi, en la calle, en el AVE, en el trabajo, en el Wanda Metropolit­ano, en el gimnasio, montando en bicicleta, corriendo por los parques…, sí, ahí lo tenemos, a un leve deslizamie­nto de la yema de nuestros dedos.

Querría terminar con una queja. A pesar de ser una persona analógica, que jamás ha conducido (ni siquiera en los coches de choque de las verbenas); que en mi vida he tenido teléfono móvil, ni, ahora que lo pienso, ‘móvil’ alguno; que desconozco las redes sociales (me quedé en las redes de los pescadores y en lo del balón entrando en la portería besando suavemente la red) y, bueno, añadamos que lo del Twitter me suena al twist de mi juventud y al canario ‘Tweety’ de la Warner; pues a pesar de todo, me atrevo a insinuaros que no es correcto decir tableta. Tendríamos que llamarla ‘tablilla’, que era lo que llevaban a la escuela la chavalería egipcia de Primero de BUP, una tablilla de cera en la que apuntaban con un punzón cómo embalsamar faraones. Tableta es una tableta de chocolate, o una tableta para el dolor de cabeza.

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