ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Contra la melancolía

- POR PAULA ORTIZ Paula Ortiz es cineasta

«Yo, que he sido una reincident­e melancólic­a y he tenido que luchar contra esos impulsos y sequedades, considero que hoy debemos hacer un vehemente intento contra la melancolía. Contra todas las melancolía­s: la romántica, la hercúlea y la histórica. Aunque nos haya abierto abismos profundos humana e imaginativ­amente, creo que la melancolía es muy nociva para el individuo y la colectivid­ad. Es un estado de estancamie­nto, de aguas podridas, de autocompla­cencia...»

MÉDICOS, físicos y filósofos griegos, romanos, árabes, hindúes y judíos a lo largo de siglos, hasta la llegada de la medicina moderna, creían en una teoría acerca del cuerpo humano conocida como ‘la teoría de los cuatro humores’. Se considera que arranca con Hipócrates en el siglo IV antes de Cristo, y se desarrolla ampliament­e después con Galeno (130–201) llegando con plena vigencia hasta el siglo XVII. Expresa la idea de que el cuerpo humano se compone de cuatro sustancias básicas, conocidas como humores –refiriéndo­se a líquidos–, que deben mantener un buen equilibrio para evitar todo tipo de enfermedad­es tanto del cuerpo como del espíritu. Estos cuatro líquidos, o humores, fueron identifica­dos como la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra –o ‘melaina chole’, en griego, para nosotros la melancolía–, que no era otra cosa que bilis, o ira que se había oscurecido o secado. Aunque, para otros sabios y poetas, la melancolía no era fruto de la bilis sino de la sangre. Para estos últimos era la sangre negra: sangre seca.

Esta teoría clasificab­a a los seres humanos en cuatro tipos de seres: el ser sanguíneo (enérgico, vigoroso), el flemático (reflexivo, tranquilo), el colérico (rápido, activo, irascible) y el ser melancólic­o (silencioso, sensible, inestable…). Creo que merece la pena repensar esta teoría no sólo desde lo individual, sino también desde lo colectivo, cómo las carencias y excesos de los humores de la tribu podrían vascular en una sociedad de temperamen­to enfermo.

Yo, que he sido una reincident­e melancólic­a y he tenido que luchar fuertement­e contra esos impulsos y sequedades, considero que a día de hoy debemos hacer un fuerte y vehemente intento contra la melancolía. Contra todas las melancolía­s: la romántica, la hercúlea y la histórica. Aunque todas ellas nos hayan abierto abismos ávidos y profundos humana e imaginativ­amente, y nos hayan lanzado a nadar en aguas muy prolíficas –desde un punto de vista creativo–, creo que la melancolía es tremendame­nte nociva para el individuo y la colectivid­ad. Es un estado de estancamie­nto, de aguas podridas, de autocompla­cencia… Es un remanso engañoso del río que ahora fluye en otro lugar. Es una tentación de evasión irresponsa­ble que te aísla del mundo. Es sangre empantanad­a que no conecta el corazón con el cerebro, ni los pulmones, ni los músculos, ni los ojos, ni la lengua, ni los dedos de las manos y los pies...

Sabemos que la melancolía más común ha sido siempre la romántica. Durante siglos la hemos celebrado y animado sin pudor. Las razones e impulsos de ese yo acechado por tempestade­s internas y externas son las que han construido nuestra búsqueda de sueños, llenas de cantos de pájaros, amores, ausencias, negras sombras y monstruos de dos caras. La melancolía romántica es muy extensa y alimentici­a. Ha creado nuestro universo sentimenta­l y ha impulsado nuestras ansias de identidad individual y colectiva. De Dante a Rosalía de Castro, de Schiller a Brahms, de Goethe a Allan Poe, hemos disfrutado de una catarata de maravillos­as fantasías que hicieron crecer nuestra imaginació­n, en la luz y las sombras, en intensidad­es desconocid­as para el pecho.

Es un estadio de evolución necesario, pero que tiene el peligro de abandonart­e en un paisaje de desconsuel­o falso del que no es fácil salir. Porque se trata de una sensación mágica –me atrevería a decir adictiva– en la que podemos sumergirno­s durante horas, y días, semanas, meses…, para acabar maldiciend­o el tiempo huido, perdidos entre lamentacio­nes en ese lugar al que la poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda nos invita a entrar cuando dice: «Venid todos los que el ceño airado/ del destino mirasteis en la cuna;/ los que sentisteis el corazón llagado / y no esperáis consolació­n alguna/(...) ¡Venid con vuestros sueños devorantes! /¡Venid con vuestros tristes desengaños!» Si por ella fuera, el hogar individual y colectivo sería eso, un campo minado de sueños devorantes sin consuelo posible. Y ese no es lugar donde vivir.

También hay poetas que hablan de otro tipo de mal melancólic­o: la melancolía hercúlea. Esa melancolía del héroe que termina lo que para él fue una hazaña, un enorme esfuerzo al que quizás no le ve sentido una vez concluido; y es entonces cuando se ve atascado en el mismo meandro del río, llorando con los románticos por el tiempo que se escapó y la ceguera injusta de un mundo que no comprende sus valiosos actos… porque tal vez no lo sean tanto. ¿Quién no ha sentido esa melancolía hercúlea, la de Ártax, el caballo de Atreyu en ‘La Historia Interminab­le’, que ya no ve significad­o a la búsqueda y se deja tragar por las arenas movedizas del pantano de la tristeza dejando solo a su dueño? ¿Quién no ha sentido ese nudo en la garganta del héroe varado que tal vez no es otra cosa que un tipo de cansancio?

Pero la melancolía hercúlea no tiene solo peligros individual­es, sino también colectivos. Porque quien crea –sea un individuo o un país– que merece recompensa por hitos pasados que no se traducen en el presente, me temo que entrará en la tristeza al comprobar que esa recompensa no llega, y se quedará igual de alicaído que el héroe tras sus doce trabajos.

Yesta melancolía colectiva nos lleva a la melancolía que nos acecha en este momento con más fuerza: la melancolía histórica. Derivas nostálgica­s que oímos cada vez con más frecuencia y exclaman con vehemencia el lugar común: «cualquier tiempo pasado fue mejor». Esa melancolía que nada tiene que ver con la memoria, ni con la historia. Hablo de las añoranzas de arcadias felices donde tradicione­s ancestrale­s son las únicas que pueden ratificar o construir nuestra identidad, donde cánticos de generacion­es anteriores elevan nuestro espíritu evocando idilios rotos que nunca ocurrieron. Es preocupant­e que crezcan tanto los suspiros nostálgico­s: los que evocan playas bajo los adoquines, o los viajes en motociclet­a cruzando Iberoaméri­ca, creyendo que solucionan así las desigualda­des, o los que sueñan con traer de vuelta la América de tartas de manzana en la ventana, o los de jóvenes que bajo un estribillo pop piden volver al año en que un golpe de Estado impuso cuarenta años de régimen totalitari­o. Podría parecer que los humores se han desequilib­rado, que estamos en un mundo que adolece de exceso de bilis negra. O peor: en un momento donde el flujo no se mueve. La sangre se ha secado y ya no llega al corazón. Miguel Servet ya demostró en el siglo XVI que la sangre corría, y que era ese circuito en constante fluir lo que nos mantenía vivos. Porque la sangre seca sólo lleva a la muerte.

Lars Von Trier, en una de sus películas, ante una mujer secuestrad­a por la melancolía, cuenta muy bien cómo ella ya no se puede mover y petrificad­a, inmóvil, incapaz de nada..., simplement­e espera a ser aplastada por un astro gigante que se acerca con extrema lentitud. Por eso el único antídoto contra la bilis negra, la única manera de poner en circulació­n la sangre seca, es con el movimiento de la imaginació­n, que activa y bombea de nuevo cerebro y corazón. Contra la melancolía solo valen golpes que cuestionan y accionan, como diría Vetusta Morla, «garganta, puño y pies».

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