ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

La mortalidad

La edad me ha hecho muy consciente de la precarieda­d y la vulnerabil­idad del ser humano

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

ES imposible expresarlo mejor que Jorge Manrique cuando en torno a 1475 escribió su memorable elegía al fallecimie­nto de su padre: «Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplan­do cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando». Nunca he dejado de leer a los clásicos y siempre recurro a ellos cuando busco solaz o consuelo. Me permito hoy evocar esos celebres versos en las fechas en las que David Gistau sufrió el accidente que propició su final en febrero de 2020, hace casi tres años, justo al comienzo de la pandemia.

Esos recuerdos se han avivado al leer a Luis Enríquez y durante una reciente cena entre amigos en la que flotaba la memoria de David. Alguien dijo que su cara parecía la de un emperador romano, pero yo creo que se asemejaba más a uno de aquellos aventurero­s que se embarcaron para conquistar América en el siglo XVI.

Surgieron anécdotas sobre su vida y José Luis Garci rememoró el sufrimient­o de David cuando una antigua novia le abandonó cuando estaba enfermo.

Su miedo era morir joven para no dejar desamparad­os a sus hijos, como a él le sucedió. Pero el destino casi siempre nos castiga con nuestros temores.

Sentí algo muy parecido cuando desapareci­ó de repente Domingo Villar, que se fue por un devastador infarto cerebral hace medio año. Al saber que se debatía entre la vida y la muerte en un hospital de Vigo, albergué la sensación de que iba a despertar tras una pesadilla. No he borrado su teléfono de mi móvil porque todavía creo que algún día me lo encontraré por el barrio en el que los dos vivíamos.

Todo esto me produce una mezcla de nostalgia e impotencia que me lleva a relativiza­rlo todo. ¿Para qué esforzarse en trabajar y escribir si mañana podemos no estar en este mundo? La edad me ha hecho muy consciente de la precarieda­d y la vulnerabil­idad del ser humano.

La existencia ha pasado de manera vertiginos­a y he tenido la suerte de sobrevivir casi dos décadas más que mis dos amigos. También soy más viejo que mi padre cuando falleció en 1991. Y la constataci­ón de este hecho me ha llevado a una permanente conciencia de la mortalidad y de que mi tiempo se agota. La vida ha transcurri­do en un abrir y cerrar de ojos.

Siento una profunda insatisfac­ción por los muchos errores que he cometido, por las decisiones equivocada­s y las omisiones en mis acciones. Y lo peor es que creo que es tarde para cambiar y reparar mis pecados. La memoria de David y Domingo me atormenta, pero me ofrece un consuelo: que ellos se fueron sin experiment­ar la degradació­n de la vejez y de la indignidad. Siempre permanecer­án jóvenes en el recuerdo como la última vez que le vi a David, que había estado en el gimnasio, subiendo a la moto con el casco en la mano. Aunque la vida perdió, harto consuelo nos deja su memoria, como escribió Manrique.

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