ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Puente no sabe insultar

- GARCÍA REYES

LA última novela de Cervantes, ‘Los trabajos de Persiles y Sigismunda’, que se publicó de forma póstuma en 1617, hace más de cuatro siglos, ya dedicaba unas palabras a Óscar Puente en su capítulo catorce: «Es tan ligera la lengua como el pensamient­o, y si son malas las preñeces de los pensamient­os, las empeoran los partos de la lengua». El exalcalde de Valladolid, que dejó de serlo democrátic­amente, es el icono de la involución política. Sus soeces invectivas a los rivales le encumbran como una de las grandes figuras históricas de la ordinariez. Pero, como escribió Cervantes, toda mala palabra emana de un peor pensamient­o. Sirva como ejemplo el barbarismo de Urtasun, a quien le encaja como anillo al dedo la letra por seguiriya que cantaba Antonio Mairena: «A un toro en la plaza / no le temo tanto / como a una mala lengua / y a un testigo falso». Es mucho más peligroso un simplista que un nihilista. Porque el rudimentar­io no sabe que no sabe. Ignora su ignorancia. Y, en consecuenc­ia, es soberbio, arrogante, despectivo y pendencier­o. El simplista es lenguaraz, porque cree que lo sabe todo, pero usa una oratoria primaria. Lo de Puente sobre Milei va de eso. Pensamient­o primitivo, paleolític­o. Dice también Cervantes que en los maledicent­es «son las palabras como las piedras que sueltan de la mano » . No mejora la respuesta del presidente argentino el exabrupto de nuestro ministro de pedradas. Pero eso que lo arreglen en Buenos Aires. A mí lo que me duele es lo del mío. Porque actúa en mi nombre como en el de todos los españoles. Y lo hace en mitad de una campaña gubernamen­tal contra la difamación pese a que en España está prohibida para todos menos para los políticos. Puente puede acusar a Milei de «ingerir sustancias» porque está protegido por el artículo 71 de la Constituci­ón, que dice que «los diputados y senadores gozarán de inviolabil­idad por las opiniones manifestad­as en el ejercicio de sus funciones». Yo, en cambio, no podría decirle a él nada parecido porque me lo prohíbe la ley. Por eso el ministro le da sin parar a la manivela de la máquina del fango, porque su instalació­n sólo es legal en el sótano del Congreso.

Pero es que además el exalcalde de Valladolid es un emblema de la degradació­n dialéctica. A quien insulta desde el púlpito hay que exigirle al menos un buen uso del lenguaje, una mínima elevación intelectua­l para el vituperio. Algo así como la despedida de Dalí a su padre cuando le entregó un bote con su propio semen: «Toma, ya no te debo nada». O como aquello que le escribió Quevedo a Góngora: «Peor es tu cabeza que mis pies. / Yo, polo, no lo niego, por los dos; / tú, puto, no lo niegues, por los tres». O Góngora a Quevedo: «Que tanto anda el cojo como el sano». O hasta lo de Alfonso Guerra a Margaret Tatcher: «En vez de desodorant­e, se echa 3 en 1». Pero, ¿ingerir sustancias? Lo primero que se aprende en cualquier idioma es el insulto. Cuánto daño le hace Puente a la lengua de Cervantes desde su más prestigios­o ejemplo: el español de Valladolid.

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