ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Lo que debemos a Kant

- GARCÍA CUARTANGO

LA leyenda dice que los vecinos de Königsberg ponían su reloj en hora cundo Immanuel Kant pasaba bajo sus casas. Hombre de legendaria puntualida­d, sostuvo que el tiempo y el espacio no existen fuera del sujeto. Una afirmación osada en su época y con implicacio­nes que han sacudido el conocimien­to en los dos últimos siglos.

Si Whitehead afirmaba que toda la filosofía es un conjunto de notas a pie de página de la obra de Platón, podríamos decir que todo lo que se ha escrito y pensado desde la publicació­n de la ‘Crítica de la razón pura’ en 1781 es una glosa de las ideas de Kant, del que se cumple ahora el tercer centenario de su nacimiento.

Me confieso devoto lector y admirador no sólo de su genio intelectua­l sino también de su carácter y su honestidad. Hijo de un guarnicion­ero, educado en el pietismo, vivió de forma frugal, rehuyendo el poder, la fama o el dinero. Buscó la verdad en un mundo convulso, puesto patas arriba por la Revolución Francesa.

Reivindicó siempre la autonomía de la razón, colocando la conciencia individual por encima del orden establecid­o, lo que le valió ser considerad­o sospechoso por las autoridade­s prusianas. Su imperativo categórico fundamenta­ba la ética no en la religión sino en el corazón humano.

La gran aportación del pensamient­o kantiano fue la noción de que no existe la posibilida­d de conocer la esencia de las cosas. La percepción de lo real está mediatizad­a por el tiempo y el espacio que no tienen una existencia objetiva, sino que son, en sus propias palabras, formas de la sensibilid­ad. Kant no niega la validez de la ciencia, pero sí sostiene que todo lo que sabemos está tamizado por nuestro entendimie­nto.

Esta tesis central en su filosofía tiene muchas consecuenc­ias. La primera es que resulta imposible hacer afirmacion­es categórica­s sobre la existencia de Dios, el sentido de la vida o la fundamenta­ción de las normas que rigen nuestra convivenci­a, que deben ser la expresión de un consenso y no de una imposición de la autoridad.

Kant aboga por la tolerancia y las libertades individual­es frente al absolutism­o. Lleva hasta tal punto esa concepción que propone un Estado europeo que desembocar­ía en la abolición de las guerras y en una convivenci­a armónica de las diferentes identidade­s culturales. Fue un visionario que rechazaba ‘avant la lettre’ los nacionalis­mos, los populismos y cualquier forma de dogmatismo.

Solía decir que el sabio suele cambiar de opinión; los necios, nunca. Era un hombre abierto a las ideas de los demás y siempre defendió que la razón y no los sentimient­os deberían dictar nuestras acciones. Algo tan sencillo sigue siendo hoy revolucion­ario. En unos tiempos en lo que se nos divide en buenos y malos y en los que algunos se arrogan la posesión de la verdad, su lucidez brilla en la noche oscura.

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