ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

23 días para la eternidad: así se restauró ‘Las Meninas’

- NATIVIDAD PULIDO MADRID

Durante un almuerzo en 1984, el entonces ministro de Cultura, Javier Solana, le comentó al presidente del Gobierno la intención de restaurar ‘Las Meninas’. Una cuestión de Estado. Felipe González le dijo: «Javier, los gobiernos pueden caer por muchas cosas. Si no hacemos bien la restauraci­ón de ‘Las Meninas’, desde luego nos vamos a casa. Haz lo que debas hacer, pero hazlo con seguridad de que va a salir bien». Sin presión... Cuatro décadas después, aquel ministro preside el Patronato del Prado.

En conversaci­ón con ABC, recuerda: «Llegué como ministro de Cultura el 3 de diciembre de 1982. Tenía muy claro que debía nombrar a Alfonso Pérez Sánchez director del Prado. En las conversaci­ones que tuvimos, la limpieza de ‘Las Meninas’ salió enseguida y el nombre de John Brealey como la persona idónea para hacerlo. Hubo disidencia­s menores y algunas un poco mayores en el museo y en el mundo cultural sobre si un extranjero podía tocar ‘Las Meninas’. Presuponer que por ser español vas a limpiarlas mejor me parecía un nacionalis­mo... poco riguroso. Alfonso me dijo: ‘Si enfermara, yo buscaría al mejor médico para que me curara’».

Brealey era el mejor. «Hicimos lo que había que hacer. Y no podía salir mal. Brealey quería limpiar ‘Las Meninas’, no restaurarl­as. Hubo dos consecuenc­ias muy importante­s: se creó una relación muy estrecha con el Metropolit­an Museum (Plácido Arango fue un enlace extraordin­ario) y nos abrió las puertas para desarrolla­r el taller de Restauraci­ón en el Prado». Recuerda que buscaron a personas que hubieran visto el cuadro antes de la Guerra Civil para conocer su opinión antes de mostrarlo al público. Alberti y Buero Vallejo salieron llorando: «¡Estas son ‘Las Meninas’!».

Este lunes, el Prado recordará los 40 años de aquella histórica restauraci­ón con una conferenci­a de Javier Portús, jefe del Departamen­to de Pintura Española del Prado; al que seguirá un coloquio, moderado por Andrés Úbeda, director adjunto del Prado, en el que participar­án Javier Solana, Enrique Quintana, coordinado­r jefe de Restauraci­ón y Documentac­ión Técnica del museo, e Inmaculada Echeverría, responsabl­e del Gabinete Técnico en 1984.

Un incendio y un exilio

Quintana fue uno de los pocos testigos que tuvo la fortuna de ver a John Brealey en acción, junto con las hermanas Rocío y María Teresa Dávila, ya jubiladas, y Clara Quintanill­a, fallecida. Milagrosam­ente, ‘Las Meninas’ logró salvarse del incendio del Alcázar de Madrid en 1734. También sobrevivió al ‘exilio’ durante la Guerra Civil en su huida a Ginebra. Azaña le advirtió a Negrín: «Si estos cuadros desapareci­eran o se averiasen, tendría usted que pegarse un tiro». No llegó la sangre al río, aunque se rozó la tragedia. La caja que transporta­ba ‘Las Meninas’ no cabía por un puente que cruzaba el Ebro. Un militar propuso desmontar el lienzo del bastidor y enrollarlo. Manuel de Arpe, restaurado­r que acompañaba a la comitiva, le dijo: «Por encima de mi cadáver».

Por todo ello sorprende que en 1984 «el estado de conservaci­ón de ‘Las Meninas’ fuera, y es, extraordin­ario; un cuadro de ese tamaño que se conserve tan bien es algo excepciona­l», afirma Enrique Quintana. Tenía daños mínimos: ligeros desgarros y arañazos (en la falda de Isabel de Velasco, en la mejilla de la infanta Margarita, en la parte posterior del lienzo que está pintando Velázquez en el cuadro, en el techo). Pero estaba muy sucio a causa de barnices antiguos que amarilleab­an y ocultaban la prodigiosa mano de Velázquez.

En 1982, el Prado, en colaboraci­ón con la Universida­d de Harvard, llevó a cabo un riguroso estudio técnico de ‘Las Meninas’: radiografí­as, reflectogr­afías por infrarrojo­s, análisis de pigmentos... El soporte de ‘Las Meninas’ (320,3 por 279,1 centímetro­s) está formado por tres paños de lienzo de lino (73-104-102 centímetro­s) unidos, explica Jaime GarcíaMáiq­uez, del Gabinete Técnico del Prado. No hay dibujo subyacente. Sí salieron a la luz arrepentim­ientos: la posición de la pierna izquierda de Nicolás Pertusato, la mano derecha de Marcela de Ulloa... El marco original era de labra dorada. El actual es de negro rizado.

2018: último análisis técnico

La noche del 2 de julio de 2018, durante más de cinco horas, se llevó a cabo el último y más exhaustivo estudio técnico llevado a cabo hasta la fecha, cuyos resultados se incluirán en el catálogo razonado que ultima Javier Portús. La obra se retiró de la pared, fue desenmarca­da y se llevó a cabo una limpieza de la tela por la parte posterior.

¿Cuántas restauraci­ones ha tenido ‘Las Meninas’? En 1895 fue intervenid­o por Enrique Martínez Cubells. Segurament­e, es cuando se forró, se reenteló, aunque podría haber sido en 1912. Además, se le puso un nuevo bastidor. En 1899 fue limpiado y barnizado por Julián Jiménez con motivo del tercer centenario del nacimiento de Velázquez.

En 1912 vuelve a ser intervenid­o, quizás por algún problema de humedad. Es lo que se conoce como ‘pasmado’: el barniz se vuelve blanquecin­o por cambios de humedad. En 1939, Manuel de Arpe pudo aplicarle un barniz nuevo.

En 1984 tuvo lugar la última restauraci­ón hasta la fecha. En febrero de ese año, el director y la subdirecto­ra del Prado, Alfonso Pérez Sánchez y Manuela Mena («fueron valientes y atrevidos»), y el Patronato del museo, con el aval del Ministerio de Cultura [ Javier Solana al frente], eligieron a John Brealey (Londres, 1925-Nueva York, 2002), jefe de Restauraci­ón del Met, para hacerlo. Jugó un papel importante Plácido Arango (con los años fue presidente del Patronato). Brealey no cobró nada por su trabajo. «Nadie puede ser pagado si va al paraíso», decía. Los gastos de restauraci­ón de ‘Las Meninas’ (3 millones de pesetas) se sufragaron con la donación que hizo Hilly Mendelssoh­n.

«La filosofía era traer a una persona con responsabi­lidad y experienci­a probadas para limpiar un cuadro de esa trascenden­cia», advierte Quintana. «El taller del Prado era joven y carecía de la experienci­a para acometer un trabajo de esa responsabi­lidad». En una primera fase actuó Brealey en solitario. Su trabajo duró 23 días: del 14 de mayo al 6 de junio. A las 8 de la mañana acudía religiosam­ente al Prado a diario. Sábados y domingos incluidos. Trabajaba en la sala 85 de Villanueva, en la segunda planta norte, junto a la zona de dirección. ‘Las Meninas’ se apoyaron sobre la pared donde hoy cuelga ‘El verano’ de Goya.

La capa pictórica se hallaba en buen estado. Su trabajo se centró en levantar las capas de grueso barniz de almáciga

Se cumplen 40 años de la última puesta a punto de la obra maestra de Velázquez. Protagonis­tas y testigos de aquella fascinante aventura cuentan a ABC todos los detalles

Felipe González, a Solana, en 1984: «Javier, si no hacemos bien la restauraci­ón de ‘Las Meninas’, desde luego nos vamos a casa»

El cuadro se exhibió restaurado el 31 de julio de 1984 en la Rotonda de Ariadna, en la planta baja del museo. En septiembre, Brealy volvió a Madrid para darle el barnizado final: usó resina natural damar aplicada con espray para conseguir una superficie uniforme. «Velázquez ha recobrado todo su color en ‘Las Meninas’», decía Brealey a ABC en 1984. «Ofrece ahora una tonalidad maravillos­a, la misma que le dio Velázquez. Las veladuras, lejos de desaparece­r como algunos temían, han asomado nuevamente y, de repente, el cuadro se ha hecho más profundo, más luminoso». Sobre las críticas a su trabajo, se preguntaba: «¿Cómo es posible que valoren más un barniz descolorid­o que la mente de un gran artista?».

1986: saltan las alarmas

En 1986, solo dos años después de acabar la restauraci­ón, saltaron las alarmas. El cuadro colgaba en la sala donde hoy están ‘Las Hilanderas’. Pasaba mucha gente y se formó vaho. «‘Las Meninas’ apareciero­n con un aspecto blanquecin­o. La gente empezó a decir que se estaba estropeand­o la restauraci­ón, algo estúpido. El barniz pierde su transparen­cia por los cambios de temperatur­a y humedad. Es un problema leve, de fácil solución». Desde Nueva York, Brealey dio instruccio­nes: aplicar una gamuza suave. El vaho desapareci­ó.

En 1987 el Metropolit­an le concedió a Brealey una licencia para alternar las direccione­s de los talleres de restauraci­ón del Met y el Prado. Fue Plácido Arango quien costeó de su bolsillo su estancia en el Prado. «Supuso un cambio trascenden­tal, marcó el área de restauraci­ón del museo, en muchas líneas: la manera de enfocar la limpieza, los materiales, las relaciones internacio­nales. Habló de la necesidad imperiosa de que el Prado contase con unos talleres modernos, como los que hoy tenemos. Gracias a él, el Prado disfruta hoy de un área de restauraci­ón de primer nivel internacio­nal», explica Enrique Quintana. «Supuso un espaldaraz­o a nuestra generación de restaurado­res. La formó, la modeló... Hoy seguimos utilizando el mismo barniz que utilizó Brealey en ‘Las Meninas’».

John Brealey recibió de manos de Juan Carlos I la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. En 1989 volvió a Nueva York, donde sufrió un derrame cerebral. Nunca se recuperó del todo. El 22 de julio de 1999 ‘Las Meninas’ pasaron a presidir la sala 12 del Prado, donde se halla actualment­e y cuyas cubiertas se acaban de remozar. La noticia ocupó la portada de ABC el 23 de julio con el titular «Último viaje de ‘Las Meninas’». ¿Cuándo se volverá a limpiar? «Seguro que algún día, pero pasará mucho tiempo, si no hay ninguna desgracia –comenta Enrique Quintana–. El barniz está en perfecto estado, es de una calidad muy alta». Cada año aproximada­mente se le pasa un plumero suave al cuadro. Hace 40 años, ‘Las Meninas’ recobró el espacio, la luz y el aire pintados por Velázquez. «Hay una gran cantidad de matices en cada centímetro cuadrado –apunta Quintana–. Es un prodigio, un milagro».

Los locales de ensayo estaban en Vallecas. Era un edificio con un punto brutalista, de grandes ventanales amarillos que miraban hacia donde terminaba la ciudad. Cuando me marché la noche anterior, a las cuatro de la madrugada, Antonio trabajaba la estructura de una canción con unos riffs de guitarra eléctrica que repetía en bucle mientras arpegiaba los espacios que quedaban entre los compases. Eran melodías en acordes menores que resonaban por el ‘delay’ de pedal que aplicaba a las notas, como si poco a poco se apagara el sonido en una sucesión de repeticion­es que te llevaban a lugares sombríos, lejanos y desconocid­os. Era un ambiente de profundida­d, un escenario de película muda que iba tomando fuerza a medida que su guitarra introducía otra vuelta más. Él permanecía de pie, encorvado, tan concentrad­o que, cuando me despedí, apenas asintió con la barbilla. No se me quitó de la cabeza esa canción en todo el trayecto hasta mi casa, en Ventura de la Vega.

Cuando me levanté al día siguiente, volvió de golpe esa música. Podía parecerse a ‘San Antonio’ o a ‘Océano de Sol’, dos himnos que dejaban entrever que Antonio hacía canciones en dos mundos distintos. El suyo y el de todos los demás. También tuve claro, nada más abrir los ojos, que debía volver al local porque esas noches no tenían horas suficiente­s que calmaran su curiosidad. Ese cuarto con cables, amplificad­ores, guitarras, sintetizad­ores y teclados era su hogar. Después de dos o tres intentos, al final me contestó al teléfono y le vi aparecer por el pasillo para abrirme la puerta.

Un día normal

Era un día normal, sin conciertos ni promoción que atender. Un día de tantos en los que su vida seguía haciéndose canción y la mía, novela. Cogimos el coche para hacer algunos recados. Una parada cerca para conseguir provisione­s y después nos fuimos a Bosco, en la calle Fernández de la Hoz. Necesitaba varios juegos de cuerda, púas y cambiar uno de los cables que comenzaba a ensuciar de ruido las maquetas que estaba grabando. No pudo evitar probar alguna de las guitarras que estaban en oferta y, nada más enchufar una de ellas, volvió al instante en el que se había quedado la noche anterior. Media tienda boquiabier­ta y la otra media le rodeó para escucharle. Me divertía el runrún que generaba, entre admiración y distancia, entre devoción y asombro. Se encaprichó de la guitarra y la metimos en el maletero. De ahí nos fuimos a mi casa a recoger un micrófono omnidirecc­ional. Paseábamos Echegaray cuando le invadió un hambre voraz. Antonio atendía su cuerpo en los impulsos, tenía antojo de comer un bocadillo de lomo, queso y pimientos, y nos apoyamos en la barra de un bar. El camarero le dijo que ‘La chica de ayer’ era su canción con su mujer y que le había visto tocar muchas veces. Antonio le pidió que la llamara por teléfono y le tarareó el estribillo mientras la cara del tabernero brillaba como la de un niño en la noche de reyes. Nos invitó a los bocadillos y seguimos con la rutina de no seguir ninguna.

Durante los trayectos en coche escuchábam­os ‘No me iré mañana’, uno de sus mejores discos de estudio. Comentábam­os cada canción, acorde, letra...; era una suerte conocer el porqué de cada cosa. Al poco, Antonio se quedó medio dormido. Llevaba dos días enteros sin pegar ojo y me relajaba verle descansar, aunque fuera de manera intermiten­te. Ese día haría la vuelta más larga. Algo así como acercarse a Vallecas desde el centro vía Guadalajar­a. Tenía claro que en cuanto llegáramos a los locales de ensayo, él volvería a encerrarse en ese sitio donde ordenaba sonidos. Aunque la respiració­n era profunda, cuando me pasé la salida de la carretera pronunció un «te has pasado, tío». Compramos en la tienda de la gasolinera donde empezó todo unas

cuantas latas de fanta de naranja y después, ya en el local de nuevo, me senté en un amplificad­or mientras Antonio se metía de lleno en ese lugar que se estaba formando, como si naciera una nueva galaxia que después haría nuestra sobre el escenario de Clamores, Galileo, el Palermo o cualquier otro garito de humo y distancia corta.

«Quiero que esta canción sea como una fuga, una composició­n con cuatro partes que vaya de menos a más y termine explotando en rock’n roll, tío», me dijo. La canción era ‘Caminos infinitos’, y posiblemen­te todo esto se resuma simplement­e a eso. A seguir siendo el mismo tipo que con veinte años conoció el miedo y la furia, la magia y la precisión, el vértigo y la carretera. Porque los caminos que se cruzaron a principios de dos mil serían infinitos desde entonces. Decía Oscar Wilde que «todo el mundo está en el foso, pero algunos miran hacia las estrellas». Antonio era ese tipo que, aunque mirara al suelo, en realidad descansaba de mirar tanto al cielo. Y como no podía ser de otra manera, se quemó demasiado al entrar en nuestra atmósfera porque eso les pasa a los cometas cuando vuelan libres y en picado. Hoy, quince años después de que se apagara, estoy convencido que nuestro camino es infinito. Y ahí siguen los locales de Vallecas, el bar de Echegaray, la sala Clamores, el Penta o Sonoland. Porque, si por un momento alguien piensa que todo se acabó, en realidad, no había hecho más que comenzar.

«Antonio era ese tipo que, aunque mirara al suelo, en realidad descansaba de mirar tanto al cielo»

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// FOTOS: JOSÉ GARCÍA, JOSÉ SÁNCHEZ MARTÍNEZ Y ERNESTO AGUDO Arriba, Brealey en 1984 junto a ‘Las Meninas’ (abajo, tras su restauraci­ón) y traslado del cuadro a la sala 12 del Prado en 1999
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// DE SAN BERNARDO Antonio Vega, durante un concierto en Alcalá de Henares en agosto de 2004
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// ABC Vista de Madrid a través de la ventana del local de ensayo donde trabajaba Antonio Vega

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