ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

‘Megalópoli­s’ transita desde la vulgaridad hasta la excelencia

Francis Ford Coppola recibe abucheos envueltos en tímidos aplausos en su estreno

- OTI RODRÍGUEZ MARCHANTE ENVIADO ESPECIAL A CANNES

Tal y como venía susurrando el aire, ‘Megalópoli­s’ ha defraudado a muchos y ha complacido a los suficiente­s, y así, al final de su proyección para la prensa, hubo unos soportable­s abucheos envueltos en unos parecidos aplausos. Es la última película de Francis Ford Coppola y ha vertido en ella todo el vino de sus viñedos y muchos de los pesos de su alma, la de un hombre triste y mayor que ha querido dejar en esta película una idea grande, excesiva, de este mundo que presiente que va a dejar. Dejar el mundo y dejarle al mundo una idea grande, sin duda algo muy pretencios­o incluso en alguien como él, y desde luego algo ridículo en cualquier otro.

‘Megalópoli­s’ es una película excesiva, pretencios­a, propia de un artista enloquecid­o que tiene destellos de genialidad, y que comete un error grandísimo: ir de la vulgaridad a la excepciona­lidad. Parece un camino adecuado para una gran obra, incluso lógico (crecer según transcurre), pero es un problema que el cine tiene mal resuelto: una primera hora en la que hay que ir colocando los pies y la cabeza, que se hace pesada, embrollada, desnortada y que luego, una vez rendido, decepciona­do, te da la posibilida­d de entender a Coppola, a su película, a su idea.

Es un caso parecido al de ‘La gran belleza’, de Paolo Sorrentino (parecido, sin tener nada que ver), que tiene ese comienzo de casi media hora lleno de estruendo, vulgaridad, desconcier­to y fealdad en una interminab­le fiesta que, la primera vez que se pone uno ante ella y sin saber lo que dura y para qué, resulta un peñazo tremendo. En la segunda y posteriore­s veces que se ve ‘La gran belleza’, cuando ya se sabe que ese principio embarrado es el precio que hay que pagar para disfrutar el resto, todo encaja admirablem­ente en su lugar.

Es decir, que ‘Megalópoli­s’ coloca mal sus piezas de salida en el tablero, no entiendes la jugada, presenta sus personajes con excesiva confianza en el corazón y la cultura clásica del espectador, lo desconcier­ta y aburre: pero ahí está su fábula sobre la decadencia del imperio, engarzada en un paralelism­o fácil entre el mundo de hoy y la Roma imperial, y con una idea que tiene tanto de metáfora como de sentido social: construir el futuro, o la ciudad del futuro, o la sociedad del futuro con la lucha en ese tablero de las grandes piezas del ajedrez, el dinero, el arte, el pueblo y el Senado, ese lugar al que tanto cuesta respetar hoy en día.

Tal vez no sea del todo consciente Coppola de la enorme lucha que también provoca en la cabeza del espectador, obligándol­e a trasegar momentos de absurdo desvarío con otros de absoluta excelencia. El desorden y el disparate (el personaje de Shia LeBeouf, siempre al borde de lo ridículo) deja paso, de repente, a una escena hipnótica y llena de un valor artístico y personal tremendo, como ese momento en las vigas flotante en el cielo de la ciudad, o los arrebatos de diseño del arquitecto César Catilina,

No hay grandes interpreta­ciones, aunque Adam Driver y Nathalie Emmanuel aportan los mejores momentos

sus ideas arquitectó­nicas (con un lejano parecido a las ideas orgánicas y vegetales de Gaudí) o las imágenes de vértigo en las alturas y de vértigo en las relaciones.

Disparate y maravilla

Y es imbricació­n de disparate y maravilla se correspond­e también con un tratamient­o cruzado de los tonos, que en ocasiones llega a lo bufo y en otras a una hondura difícil de mascar. Encarama sus mensajes atrevidos sobre el qué y el cómo de nuestro mundo en algún monólogo arriesgado (ninguno es el de Marco Antonio tras el asesinato de César) y lleno de ‘escuchadme cómo debiera ser el mundo’. Ya digo, pretencios­o, aunque se lo haya tomado como la obra de su vida, él, que ha hecho ‘Los padrinos’ que es la garantía de su inmortalid­ad.

No hay grandes interpreta­ciones, aunque la de Adam Driver y Nathalie Emmanuel, que aportan los mejores momentos, los más dignos de acompañar con la propia emoción, son los más recordable­s. Y aunque esta impresión primera, de urgencia, es también algo confusa, como la película, uno tiene la seguridad de que ‘Megalópoli­s’ solo puede mejorar en sus siguientes visiones, con una idea más global y con la digestión del tiempo. Y no, uno no va a caer en la tentación de darse importanci­a con un precipitad­o ‘no’ a Coppola (aunque sea una seductora ocasión de pellizcar al tigre), entre otras cosas porque, de vuelta, con mejor mirada, igual ‘Megalópoli­s’ tiene la grandeza que él se merece.

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// AFP Francis Ford Coppola, ayer en la alfombra roja de Cannes
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Adam Driver en ‘Megalópoli­s’
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