ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
EL CAMINANTE EN HAMBURGO
La niebla aparece como consuelo del solitario. Llena el abismo que le rodea
WALTER BENJAMIN Libro de los Pasajes
Caminar por la Reeperbahn por la mañana temprano es lo más parecido a caminar por un campo de batalla al anochecer. Uno siente los ecos de la refriega, aunque esta haya concluido y no queden más vestigios visibles de ella que los cadáveres de los combatientes vencidos. No son muchos en la conocida calle del vicio de Hamburgo: apenas algunas almas en pena que vagan por la avenida medio desierta y sus bocacalles o beben cerveza en la terraza de alguno de los pocos locales abiertos. La mañana de mayo es excepcionalmente benigna: soleada y cálida, con el regalo aquí infrecuente de un deslumbrante cielo azul. Esa luz que arranca a cada cosa sus más vivos colores –ya se trate de los carteles que anuncian los garitos o las hojas de los árboles– contrasta con la fama que tiene el lugar de sumidero de oscuras pasiones, que su tradición justifica y que en esta Alemania del siglo XXI, con la prostitución legalizada y elevada a la categoría de industria, resulta aún más incontestable. Lo explícito de los carteles que anuncian los negocios, algunos abiertos durante 24 horas, se lo confirma al viandante. El sexo mercenario es aquí una mercancía plenamente normalizada, en todas sus versiones, pero sobre todo en el segmento ‘low cost’, con tarifas planas y ofertas que incluyen bocadillo. Los bebedores que sostienen a duras penas los párpados contra la embestida del sol no parea cen poder aspirar a otra cosa. Son alemanes, de mediana edad para arriba y aspecto de personas derrotadas por la existencia.
Viene uno aquí a esta hora por esas nostalgias que el arte nos provoca de lo que nunca vivimos. De la Reeperbahn era uno de los miembros de la pandilla de condenados que retrató en sus novelas el escritor alemán de origen danés, y luego nacionalizado español, Sven Hassel, cuyas novelas sobre un grupo de soldados germanos en la segunda Guerra Mundial amenizaron las largas horas muertas –y felizmente sin pantallas– de los adolescentes nacidos allá por los sesenta del siglo pasado. En particular se trataba de Wolfgang Creutzfeldt, más conocido como ‘Hermanito’, un gigantón de cerebro exiguo que recordaba con añoranza su vida en Hamburgo, como un paraíso perdido, mientras padecía las miserias del frente oriental. En esos libros, con 14 o 15 años, se tropezó uno por primera vez con el nombre de la calle. Y lo que a uno le despierta ensoñaciones a esa edad tiene una persistencia que rara vez alcanzaa la vi vivencia posterior.
Primeras veces
Atravesar de cabo a rabo la a Reeperbahn, viniendo desde e el centro, pese al calor que vuellve engorrosa la americana, tieene otro motivo suplementario. o. Justo al final se cruza con la caalle Große Freiheit, que además s de ser el lugar donde la pross titución callejera alcanzausu apogeo, alberga en su número o 64 una casa de ladrillo de cuaatro alturas en cuyo bajo se siitúa el Indra Club. Como recuerrda al paseante una placa sobre e la fachada pintada de rojo chiillón, el 17 de agosto de 1960 se e subieron al escenario unos muuchachos de Liverpool que se e hacían llamar The Beatles. Fue e sum-primerconciertoenHamburgo y el inicio de la carrera de la banda más influyente de e todos los tiempos. A estas alturas, la calle, que en su primer tramo luce abigarrada con los reclamos del mercadeo -
subir a la colina para poder hacerse una idea de ella.
Llama la atención que el monumento, el más grande erigido al canciller de hierro, está profusamente afeado por pintadas, sin que falte alguna de inspiración anarquista. Un síntoma como cualquier otro de que Alemania no es la que era, y desde luego no es la que Bismarck soñó. Caminando por la amplia LudwigErhard-Straße, de señoriales edificios, sale al paso una multitud de personas sin hogar que aprovechan sus soportales para pasar la noche. Como los zombis de la Reeperbahn, la mayoría son hombres, alemanes y de mediana edad. Los desheredados del milagro germánico, venido a menos en los últimos tiempos, que coexisten con la gente elegante de todas las edades que circula por las calles en torno al soberbio edificio del Ayuntamiento y la laguna y los canales del río Alster, donde se conserva intacto el esplendor mercantil de la opulenta ciudad hanseática. Frente a la laguna está el palacio –es el nombre que le hace justicia– de la Hapag-Lloyd, y junto al Kleine Alster r resplandecen al sol los blanncos arcos de inspiración itaaliana de las Alsterarkaden. n. Sigue siendo este un país rico, pero su orgullo está hoy algo maltrecho.
Baja autoestima
Lo ha constatado el viajeroo la víspe-víspera, en la conversación mantentenida con el crítico y dramaaturgo Florian Borchmeyer en la sede del Instituto Cervanntes de Hamburgo, en la Chihilehaus; otro testimonio arquiuitectónico de la riqueza hammburguesa, levantado en loslos años veinte del pasado siglo glo según el proyecto de Fritz ritz Höger –al que no se celebra hoy en exceso, por sus simpatías tías nazis– y declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco. Borchmeyer, buen conocedor de España, lamenta que cuando iba a la península Ibérica ca hace treinta años tenía sensación de atraso, y ahora, en cambio, la tiene cuando regresa a Alemania y se enfrenta a la pesadilla de la antaño legendaria Deutsche Bahn, cuyos trenes, a diferencia de los españoles, ya casi nunca salen a la hora y sufren cancelaciones continuas. Lo achaca a la feroz política de racionalización de costes que bajo la pretensión neoliberal de hacer rentable el servicio determinó un déficit de inversión en mantenimiento que ahora pasa su factura.
En todo caso, Alemania sigue siendo la locomotora de la Europa unida, y sin ella, sin que recupere la perdida autoestima, el músculo productivo y el impulso político, cuesta concebir que la UE pueda hacer frente a los desafíos crecientes que plantean las potencias que aspiran a la hegemonía mundial. Una buena manera de tomar conciencia de lo que Alemania representa en el espíritu de Europa es terminar el paseo refugiándose de este sol cegador de mayo en las acogedoras salas de la Kunsthalle.
Metáfora de Europa
Allí hay muchas muestras de cómo Alemania contribuyó a enriquecer y promover la cultura del viejo continente. Cuelgan en sus paredes los impresionistas franceses, los prerrafaelitas británicos –esos hijos pródigos que algún día comprenderán que solos son y pesan menos–, Rembrandt o Francisco de Goya. Pero quizá su cuadro más conocido –con permiso de ‘Napoleón en Fonttainebleau’ de Delaroche– sea eel de ‘ El caminante sobre el mar de nubes’, del romántico alemán Caspar David Friedrich, al que el museo acaba de dedicar una exposición. Reintegradas ya a sus museos de origen las obras visitantes, el caminante sigue aallí, en su casa, como recuerda un gran cartel sobre la fachada del edificio, y tiene el vviajero el privilegio de contemplarlo en esta mañana de miércoles en una sala vacía, con la sola compañía de la escritora Espido Freire, también invitada por el Cervantes.
Es una imagen poderosa, como cocorresponde al talento para apresapresar la vida más allá del tiemppo de los grandes artistas. Ese hombre asomado a un mar de nubes se antoja una metáfora de Alemania y de la Europa que con ella comcompartimos aquellos que nacimcimos y vivimos más al sur. DesDesde la atalaya de nuestra viejaja cultura,c de nuestros logros papasados, y cargando a la espaldada el lastre de nuestros erroreres, nos toca encarar un presesente nublado tras el que amenanaza algún que otro abismo. Al caminante, por la montaña o la ciudad, lo mueve el ensueño.sueño. HabráH que creer que, como el de Friedrich,Friedr tenemos un bastón donde apoyarnos.