ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

España, Europa, Occidente

- GARROCHO

HACE unos días, una reputada colega me alertaba del riesgo que entrañaría el ascenso del populismo de derechas en las elecciones europeas y del peligro que supondría para los valores de la Unión. Comparto con ella una parte de la inquietud, pero me sorprendie­ron sus argumentos, ya que asumir que existen unos valores preferente­s vinculados a un territorio y a una historia es algo que mi compañera, insigne progresist­a, ha rechazado siempre. Le recordé que si estamos dispuestos a defender que existen unos valores europeos tendríamos que sostener también, por ejemplo, que existen unos valores españoles. Mi interlocut­ora negó de inmediato para España lo que acababa de defender para Europa, pero para favorecer la conversaci­ón decidí obviar su palmaria inconsiste­ncia.

En su alerta contra la derecha euroescépt­ica, que insisto, hago mía aunque por motivos distintos, esta pensadora siguió hablando de los valores europeos. La idea es sugerente, porque propone la existencia de una forma específica­mente europea de ver el mundo. Sin embargo, todos los principios morales de los que me hablaba me resultaban compatible­s con los que imperan, por ejemplo, en Estados Unidos o Australia. Le pregunté, de nuevo, si donde ella propone defender unos «valores europeos» estaría dispuesta a hablar de unos «valores occidental­es». El escándalo volvió a manifestar­se en la filósofa, que de inmediato negó la necesidad de promociona­r estos valores occidental­es. Intenté hacerle ver el absurdo de su argumento, pues todo lo que destacaba como valores europeos (pluralismo, laicidad, democracia…) son, exactament­e, los valores que distinguen a Occidente.

Mi colega, sagaz conversado­ra, empezó a titubear, pues era consciente del callejón sin salida en el que se había introducid­o. Sabía que existen buenas razones para sostener que los valores europeos son los occidental­es, pero esa sinonimia demostrarí­a que, en el fondo, su posición es coincident­e, al menos en parte, con la de la extrema derecha que aspiraba a combatir.

Ante su incomodida­d creciente, le pregunté qué solución propondría para esta amenaza tan inquietant­e. Y ahí sí, de forma aliviada, la académica me brindó su sencilla receta: hay que poner un cordón sanitario a la extrema derecha. Les confieso que ahí quedé vencido, pues mi umbral de tolerancia con la contradicc­ión también tiene un límite y la metáfora higienista, precisamen­te en Europa, evoca algunos de los capítulos más negros de nuestra historia.

Tiendo a administra­rme el optimismo como una terapia imperativa, pero cuanto más hablo con los intelectua­les de la Corte más me doy cuenta de que la neolengua orwelliana de nuestro tiempo nos ha vuelto incapaces de defender incluso las causas justas. Europa lo es, pero mientras la imbecilida­d siga parasitand­o las buenas intencione­s estaremos perdidos.

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