EL MUNDO SIGUE AHÍ
uando somos jóvenes, viajamos para descubrir el mundo, y cuando nos hacemos mayores, viajamos para asegurarnos de que el mundo sigue ahí». Eso lo escribió el melancólico Cyril Connolly, ya a punto de cumplir los sesenta años, en una de sus columnas del «Sunday Times». A Connolly le gustaba veranear en La Cónsula, en Churriana, a las afueras de Málaga, en una casa que no era suya –era de su rica cuñada americana–, pero en la que se le trataba como si él mismo fuera el dueño. Desde la terraza de la Cónsula, el envejecido Connolly, con una camisa estampada que desentonaba en alguien que había ido a Eton y con unas gafas negras que le daban el aire de uno de los asaltantes al tren correo de Glasgow, se entretenía comprobando que el mundo seguía ahí.
Pienso en esa frase de Connolly ahora que llega el verano y estoy cavilando sobre los lugares del mundo adonde me gustaría ir. Desde hace años sueño con visitar Armenia, un país que está fuera de todas las rutas turísticas y sobre el que Osip Mandelstam escribió uno de los mejores libros de viajes que he leído en mi vida. Y eso que también sueño con Bután, ese país encerrado en sí mismo en el que se obliga a pagar 250 dólares al día a todos los turistas, como medida disuasoria contra el turismo masivo. También pienso en esos lugares que atraen el menor número de visitantes, bien sea por la conflictividad o la mala fama o las pésimas infraestructuras. Esos países como Chad o República Centroafricana, o como las islas Comores, o como Bielorrusia, o como la isla de Tonga. ¿Conoce usted a alguien que haya estado allí? ¿Le han traído alguna vez un souvenir chadiano o de las Islas Salomón? ¿Ha visto alguna vez en una agencia de viajes una invitación a visitar el cráter de Darvaza, en el desierto de Turkmenistán? ¿A que no? Por eso mismo se me ocurre que son lugares a los que uno debería ir sin falta. Porque allí es donde uno puede descubrir el mundo tal como es, y no el mundo de los simulacros que se han convertido en una simple franquicia comercial. París, por ejemplo. O Nueva York. O Barcelona. O tantos y tantos más.
Pero de repente uno recuerda que se ha hecho mayor. Y piensa en que Turkmenistán está muy lejos y en que resulta muy complicado llegar a las Islas Comores. Y entonces uno se dice que hay posibilidades mucho más placenteras. Lugares próximos, cercanos, habitables. Lugares como Vila Real de Santo António, en el Algarve portugués. O esas ciudades de la negra provincia que siempre nos sorprenden porque nunca las habíamos imaginado como en realidad son: ciudades como Soria, o como Zamora, o como Teruel. Esos lugares tranquilos en los que es posible comprobar, agradecidos, que el mundo sigue ahí.
«...Y ENTONCES UNO SE DICE QUE HAY LUGARES PRÓXIMOS, CERCANOS, HABITABLES...»