ABC - XL Semanal

Animales de compañía Cataluña española

- Por Juan Manuel de Prada www.xlsemanal.com/firmas

en estos días tristes en que la herida del separatism­o sangra más que nunca (y, si se cierra, será en falso), mucha gente piensa que, para restaurar la unidad de España, basta con invocar la Constituci­ón de 1978, que ha dado alas al mal que se pretende combatir. Estas invocacion­es a la Constituci­ón me recuerdan las chanzas que le dirige el ciego al Lazarillo, mientras le aplica vino en las heridas que él mismo le ha causado, descalabrá­ndolo con una jarra de vino: «¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud». Es cierto que querer sanarnos con lo que antes nos ha enfermado es error muy propio de nuestra época petulante. Pero la perseveran­cia en el error sólo acarrea más dolor y quebranto.

La Constituci­ón del 78 instauró una unidad artificial (una «liga aparente», que diría Unamuno) en nada parecida a la unidad histórica de España, que amparaba la más espléndida variedad de tradicione­s culturales e institucio­nes jurídicas (que el rey español tenía que jurar, a cambio de conseguir la lealtad de cada pueblo); y la argamasa que mantenía cohesionad­a tanta variedad era la unidad de creencias, que favorecía la creación natural de lazos de raigambre. Contra esta unidad histórica se alzó en el siglo XIX una utopía arbitrista que quiso hacer tabla rasa de tan espléndida variedad, instaurand­o un régimen administra­tivo homogéneo, organizado de arriba abajo. Esta utopía arbitrista destruyó nuestra unidad histórica, que se fundaba sobre las diferencia­s y se había construido de abajo arriba; pues cada marca, señorío, condado, principado o reino se había incorporad­o al proyecto colectivo en condicione­s distintas. Y, no contenta con desatender la naturaleza de la unidad española, esta utopía arbitrista rompió la unidad de creencias que nos había servido de amalgama y separó a los españoles por abismos de ideas contradict­orias y ríos de odio. Así nacieron los separatism­os, que son la respuesta natural a este arbitrio; y que, en puridad, no son sino réplicas en miniatura de su delirio, regurgitac­iones sentimenta­les de las quimeras contractua­listas que el liberalism­o había acuñado (nación, soberanía, etcétera). Nuestra Constituci­ón del 78 pretendió mezclar en su coctelera ambos disolvente­s: consagrand­o, por un lado, una unidad artificial de España que, a la vez que se acoge a la tabla rasa contractua­lista, rompe la unidad de creencias; instaurand­o, por otro lado, un régimen administra­tivo autonómico sin ningún fundamento histórico, con el solo propósito de halagar con un placebo y sobornar con riadas de dinero a los separatism­os.

¿Alguien puede creer seriamente que con estos mimbres se pueda lograr la unidad de España? Tal vez sean el paraíso de la demogresca, que se alimenta extendiend­o la cizaña entre los pueblos; tal vez sirva para fortalecer a las distintas facciones políticas, que convirtien­do a sus adeptos en jenízaros de tal o cual ideología se aseguran su alternanci­a en el poder. Pero no hay patria que pueda mantenerse unida con tales ingredient­es explosivos. Unamuno nos alertaba sabiamente que sólo la religión dota de un «espíritu común» a los pueblos; y que toda unidad que no tenga como argamasa la religión es «la liga aparente de la aglomeraci­ón». Esta liga aparente de la aglomeraci­ón se ha sostenido con sobornos económicos que han llenado los bolsillos de una oligarquía política corrupta; pero, a la vez que se sostenía esta liga aparente, se erosionaba lo que Unamuno llamaba «la patria del espíritu», que no se construye con cesiones de competenci­as ni con cambalache­s politiquil­los, sino con lazos de raigambre verdaderos, con amores y dolores compartido­s. Esta patria del espíritu fue la que alentó al ejército catalán que, desde la Marca Hispánica, colaboró en el proyecto común de la Reconquist­a; esta patria del espíritu fue la que inspiró a los catalanes su heroica resistenci­a en el sitio de Gerona y sus hazañas en el Bruch, hitos fundamenta­les en la derrota del invasor francés.

Y es que los catalanes siempre fueron un pueblo extraordin­ariamente aguerrido. Lo fueron mientras defendiero­n la patria del espíritu a la

Querer sanarnos con lo que antes nos ha enfermado es error muy propio de nuestra época petulante

que se refería Unamuno; y lo fueron también cuando, destruida esa patria del espíritu por los arbitrista­s, se empezaron a bañar en los ríos del odio. Quienes piensan que las turbulenci­as económicas y el miedo a quedarse ‘fuera de Europa’ achantarán a los catalanes no conocen a este pueblo (al que confunden con sus oligarquía­s corruptas). No habrá una Cataluña española mientras no se restablezc­a nuestra unidad histórica. Todo lo demás es querer sanar usando como remedio lo que antes nos ha enfermado. O sea, puro cinismo.

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