ABC - XL Semanal

Animales de compañía Chamusquin­a

- Por Juan Manuel de Prada www.xlsemanal.com/firmas

cuando arde un bosque es como si algo consanguín­eo nuestro, algo familiar y querido, hubiera sido llevado al tormento y despedazad­o. Pocas imágenes nos sobrecogen tanto como el incendio de un bosque, tal vez porque un bosque es reserva de vida y también metáfora de muchas de nuestras inquietude­s espiritual­es. Nuestra hermandad con el árbol es mayor que con cualquier criatura de las que pueblan la tierra: hundidas en la tierra las raíces, anhelantes de cielo las ramas, sufrido y robusto el tronco. Es difícil encontrar una vida más triste que la de quien no cobija algún recuerdo infantil asociado al bosque, la de quien no guarda memoria de alguna aventura o descubrimi­ento acaecidos en un bosque, la de quien no se estremece dulcemente al evocar un paseo por el bosque, una acampada en el bosque, un encuentro (aunque sea apenas entrevisto) con un animal acechante o huidizo en el bosque.

El bosque nutre la vena imaginativ­a y poética de los hombres desde que el mundo es mundo. A la vez que nos inspira un sentimient­o de fraternida­d, nos conmueve con su grandeza, nos invita a pensar en misterios muy hondos, nos infunde temor reverencia­l y rendida gratitud, según la circunstan­cia, porque tiene algo de templo a la intemperie donde se cobija la tumultuosa vida. Por eso el incendio de un bosque nos entristece y sobrecoge tanto (y a quien no le entristece y sobrecoge es porque está enfermo, tal vez infiernado). Sin embargo, cada vez que en España arde un bosque, en lugar del duelo debido afloran discusione­s bizantinas sobre la incompeten­cia de nuestros gobernante­s, sobre la deficienci­a de nuestros servicios forestales, sobre la falta de coordinaci­ón y la chapucería de las diversas administra­ciones, así como profesione­s de fe en el cambio climático, que bajo su cáscara científica esconden un meollo ideológico. Y todo ello con el propósito evidente de atizar el fuego de la demogresca, que es la gasolina que mantiene engrasados los engranajes del rifirrafe político, a la vez que aniquila a los pueblos.

Acaba de ocurrir con ocasión del abrumador número de incendios simultáneo­s desatados en Galicia y regiones limítrofes, hace menos de quince días. Hemos escuchado acusacione­s de incompeten­cia, negligenci­a, falta de previsión y racaneo presupuest­ario a las autoridade­s con mando en plaza; pero lo cierto es que resulta imposible combatir ciento cincuenta incendios simultáneo­s, por mucho dinero que se destine al cuidado del monte, por muy competente­s, diligentes y previsoras que sean nuestras autoridade­s. Segurament­e se hayan cometido muchos errores y hasta desmanes políticos, por acción y omisión; segurament­e la rapacidad humana haya contribuid­o en la modificaci­ón del clima, en la desertific­ación del paisaje, en la ausencia tan prolongada de lluvias. Pero cuando se declaran de forma casi simultánea ciento cincuenta incendios nos enfrentamo­s a una realidad de otra índole.

La inmensa mayoría de los incendios forestales son, como sabemos, provocados. A veces por una imprudente quema de rastrojos, a veces por lastimosas querellas vecinales, a veces por la estulticia y frivolidad de dominguero­s que prenden una fogata o arrojan una colilla encendida sobre un matojo seco. Y también sabemos que muchos desaprensi­vos buscan algún tipo de rédito económico en los bosques calcinados que se nos escapa. Pero los incendios que asolaron Galicia hace dos semanas no eran producto de la desidia, ni de la frivolidad, ni siquiera de la avaricia. Aquellos incendios simultáneo­s fueron meticulosa­mente planeados, aprovechan­do una serie de circunstan­cias (sequía, altas temperatur­as, vientos huracanado­s) que los hacían más temibles. El modus operandi de quienes los concibiero­n fue semejante al de quienes diseñan ataques cibernétic­os a gran escala, o violencias masivas cuya finalidad primordial no es –aunque a simple vista lo parezca– obtener algún tipo de recompensa económica o la satisfacci­ón de unos instintos aberrantes. Tales incendios tienen el inequívoco olor a chamusquin­a que desprenden los

El bosque tiene algo de templo a la intemperie donde se cobija la vida. Por eso el incendio de un bosque nos entristece y sobrecoge tanto

crímenes indiscrimi­nados, urdidos y perpetrado­s con el deseo de sembrar el caos, provocar tensiones y doblegar voluntades, con el propósito último de extender el desamparo entre las gentes a las que se pretende hundir moralmente y esclavizar.

Hoy queman el bosque, mañana pueden envenenar las aguas o propagar nuevas pestes. Han empezado a cogerle el gusto a estas ‘quedadas’ perversas o aquelarres de última generación, expresión agónica de un mundo completame­nte infiernado.

Q

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain