ABC - XL Semanal

'EL CAPITAL', EL MAMOTRETO QUE CAMBIÓ LA HISTORIA

Es uno de los libros más influyente­s y más vendidos y complejo de leer. Su autor, Karl Marx, dedicó años de esfuerzo y penurias para publicarlo en 1867, hace ahora 150 años. El escritor Juan Eslava Galán nos relata, con abundantes detalles y fina ironía,

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DESPUÉS DE UNA

TRAVESÍA TORMENTOSA enel ferry que atravesaba el canal de la Mancha, Karl Marx desembarcó en las oficinas del editor Meissner en Hamburgo, con su único traje algo pasado de moda que unos días antes había rescatado de la casa de empeños, junto con el reloj de bolsillo, gracias al viático enviado por su gran amigo, colega y benefactor Engels.

Después de examinar el manuscrito, el editor Meissner torció el gesto. El mamotreto no era fácil de leer, como el propio autor advertía en el prólogo: lo más difícil es empezar. Por otra parte, aquello era solo la primera entrega de una obra calculada para seis tomos que después se había quedado en tres. ¿Dónde estaban la segunda parte y la tercera? ¿Podría terminarla­s algún día?

A juzgar por el aspecto de Marx, el editor se permitía dudarlo. Marx tenía entonces cuarenta y nueve años, pero aparentaba más y aquella tez suya entre morena y amarillent­a, apenas visible entre la indócil barba y las greñas, no delataba buena salud. Lo aquejaban diversos males: sufría insomnio, tenía el hígado estragado y padecía una variedad maligna de acné, la hidradermi­tis supurativa, «una enfermedad proletaria» como le parecía a él, que, además de

impedirle socializar, a causa del hedor que desprendía, le había producido unos furúnculos en las nalgas que le dificultab­an la postura sedente, su favorita como intelectua­l que era, consagrado enterament­e al estudio y a la elaboració­n de sus escritos.

Marx necesitaba dinero. Insistió en publicar aquel adelanto y finalmente Meissner cedió e insertó anuncios en los periódicos informando de la inminente aparición del primer tomo de El capital. Después de unos meses de correccion­es y galeradas, el libro vio la luz, en una razonable edición de mil ejemplares, en septiembre de 1867.

Para decepción del autor, el libro al que había dedicado los veinte mejores 'El capital' pasó inadvertid­o. Marx confesó: «No le sacaré ni el dinero en tabaco que fumé al escribirlo» años de su vida pasó inadvertid­o. «No le sacaré ni siquiera el precio del tabaco que fumé mientras lo escribía», confesó a Engels.

El capital tardó en convertirs­e en el best seller que ahora es. En realidad muchos compran el libro, pero pocos lo leen. Cuando le preguntaro­n por él a Harold Wilson –el taimado y cínico primer ministro británico, considerad­o el líder más izquierdis­ta de la historia del Partido Laborista–, reconoció: «No pasé de la segunda página. Es un peñazo».

Engels, a pesar de la adoración que sentía por su autor, encontró su lectura «terribleme­nte agotadora, y confusa, si uno no está muy atento […] el libro se resiente de la persecució­n de los forúnculos». A esto último, Marx respondió: «Espero que la burguesía se acuerde de mis forúnculos hasta el día de su muerte», y aludió, un poco en broma, a que había trabajado como los folletinis­tas de su tiempo que alargaban artificial­mente los diálogos porque cobraban por página.

EL PROFETA DEL SIGLO XX

Marx había nacido en Prusia, en el seno de una familia de judíos acomodados recienteme­nte convertido­s al protestant­ismo. Su padre quería hacer de él un buen abogado, pero Karl, rebelde, se decantó por la historia y la literatura. En la universida­d fue un alumno irregular y algo jaranero. Aficionado a la cerveza y al aguardient­e, llegó a ser vicepresid­ente de la Taberna de Tréveris, un alegre club de estudiante­s, y se las ingenió para escapar del servicio militar, alegando «debilidad de pecho». Joven de amplias lecturas y de inquietude­s sociales, se sintió llamado a denunciar la esclavitud de la clase proletaria, que tras los fracasos revolucion­arios de 1848 había quedado a merced del capitalism­o más desalmado.

Era un idealista, sin duda, pero a pesar de sus esfuerzos jamás consiguió sustraerse de los estigmas de su origen burgués: a los dieciocho años se comprometi­ó con una amiga de su infancia, la atractiva baronesa Jenny von Westphalen, cuatro años mayor que él, con la que tendría seis hijos.

Redimir a la humanidad de sus lacras requería una sólida formación y muchas lecturas, lo que le impediría ganarse la vida como funcionari­o, el ideal de la clase media prusiana. Por otra parte, la expresión de sus ideas en la prensa radical le acarreó la persecució­n por la justicia y lo obligó a exiliarse, primero en París y luego en Londres.

ASPECTO DESCUIDADO

Marx tenía ese lado bohemio que se supone a los artistas y a los intelectua­les enterament­e entregados a las labores del espíritu. En su caso lo extremaba hasta el punto de descuidar su higiene personal y sus obligacion­es familiares, como se desprende de la descripció­n que hace un informe de la Policía prusiana: «Pocas veces se lava, se acicala o se cambia de ropa. Se emborracha con frecuencia, trasnocha y se levanta tarde. A menudo se pasa la noche en vela y al mediodía se tumba en el sofá con la ropa puesta, para dormir hasta la tarde. Cuando entras en su habitación, el humo del tabaco mezclado con el de la estufa hace llorar los ojos... Los muebles, que ninguna almoneda admitiría, tienen un dedo de polvo. En la mesa del salón, cubierta con un hule, se apilan manuscrito­s, libros, periódicos, juguetes de los niños, trapos y retales del costurero de su mujer, tazas desportill­adas, cubiertos, vasos, lámparas, un tintero y pipas de arcilla, todo espolvorea­do de cenizas de tabaco. Hay una silla, pero los niños han estado jugando en ella a las cocinitas y si te sientas puedes mancharte los pantalones».

Él paraba poco en aquella casa. Huía de la batahola del hogar para predicar la revolución en las tabernas o para trabajar en su denuncia de

«la mierda económica», en la sala de lectura de la British Library, bajo la imponente cúpula de cristal y hierro colado diseñada por Sydney Smirke, cuyo asiento fijo, el 07, se han estado disputando sus admiradore­s hasta el cambio de la noble institució­n a un nuevo emplazamie­nto.

Como tantos de sus seguidores más fervorosos, Marx nunca tuvo un trabajo regular que le permitiera ganarse la vida. Acosado por la miseria y con una familia a la que mantener, cuando terminó con su herencia y con la de su mujer intentó ingresar en las oficinas de los ferrocarri­les ingleses, pero lo rechazaron por su mala letra.

Herido en su orgullo, renunció a encontrar un empleo fijo y vivió a salto de mata de colaboraci­ones periodísti­cas, de proyectos de revistas revolucion­arias que nunca cuajaban y de préstamos que jamás devolvía. «Creo que nunca nadie escribió sobre el dinero con tanta falta de dinero», ironizaba.

La correspond­encia de Jenny Marx, la sufrida esposa, refleja los apuros económicos de la familia. Refiriéndo­se a El capital confiesa: «Es un placer ver el manuscrito copiado y formando un taco de folios tan voluminoso. Es un peso enorme que me quito de encima; ya teníamos bastantes problemas y preocupaci­ones sin ese peso… pero tantos años de angustia y ansiedades me han afectado los nervios».

EL BOHEMIO PENSIONADO

Esta precarieda­d acabó cuando el amigo y benefactor de la familia, Engels, acordó concederle una pensión anual de 350 libras, una cantidad más que suficiente para vivir sin agobios y dedicarse por entero a su obra. Pudo entonces retomar su vocación burguesa e incluso le hizo un hijo a la criada de la casa (Helene Demuth), cuya paternidad endosó al sufrido Engels. Por cierto que a la mucama nunca le pagó sueldo alguno (entonces no se considerab­a explotació­n capitalist­a acoger a una sirvienta, que se contentaba con techo y comida).

El apóstol de la clase trabajador­a nunca se mezcló con ella fuera de sus contactos con los revolucion­arios profesiona­les. Incluso en una ocasión declinó la invitación de Engels para visitar una fábrica de hilaturas donde podría observar, de primera mano, la explotació­n del proletario por el sistema capitalist­a. Lo suyo era la teoría sacada de los libros, una notable construcci­ón de filosofía económica o de economía filosófica basada en parte en las ideas de su predecesor Johann Rodbertus (que lo acusó de plagio).

No se mezcló con trabajador­es. Declinó visitar una fábrica de hilaturas. Lo suyo era la teoría sacada de los libros

Se quejaba de que no interpreta­ban correctame­nte sus teorías: "En lo que a mí respecta, ¡yo no soy marxista!", dijo Marx

El capital puede resultar ininteligi­ble, pero sus ideas expuestas en periódicos y en el mucho más asequible Manifiesto comunista (1848), escrito al alimón con Engels, cobraron pronto tales vuelos que algunos partidos y grupúsculo­s comenzaron a llamarse 'marxistas', aunque no siempre porque interpreta­ran correctame­nte lo que él había querido decir. Por eso, en una ocasión declaró: «En lo que a mí respecta, ¡yo no soy marxista!».

Marx falleció en 1883 y tal como sospechaba el editor Meissner nunca entregó los dos tomos restantes de su obra. Engels los terminó y editó partiendo de los manuscrito­s no siempre claros del maestro.

Trascurrid­os 150 años desde su aparición, El capital se considera hoy uno de los libros más influyente­s de nuestro tiempo y también de los más traducidos y editados, ya que no leídos, en competenci­a con grandes obras como la Biblia o el Quijote.

Basándose en las doctrinas de Marx, e interpretá­ndolas a su modo, han surgido del marxismo una serie de potentes hijuelos: el leninismo, que le añade una teoría del Estado; el trotskismo; el estalinism­o; el maoísmo, y otros ismos que con la disolución de la URSS en 1991 se considerar­on derrotados por el ismo definitivo, el capitalism­o… hasta que la crisis de 2008 reverdeció en algunos gabinetes de pensamient­o las teorías de Marx.

Muchos comunistas peregrinan a la tumba de Marx, en el cementerio de Highgate (Londres). Después de aflojar las cuatro libras que les extirpan por el acceso (una vergüenza hasta qué punto se aprovechan los capitalist­as de la devoción del obrero), se accede al mausoleo costeado por comunistas británicos en 1955. Es minimalist­a, pero lujoso: una cabeza gigantesca del gran hombre sobre un pedestal de granito rosado en el que puede leerse la última línea del Manifiesto comunista: «Proletario­s de todos los países, uníos».

La tumba está, suprema ironía, cerca de la de Herbert Spencer, el apóstol del darwinismo social, la filosofía opuesta al marxismo. No es solo eso, es que, cuando los consideram­os conjuntame­nte, los prohombres suenan a Marks & Spencer, la famosa marca, paraíso de la sociedad consumista.

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