ABC - XL Semanal

Discordia y mediocrida­d

- Por Juan Manuel de Prada www.xlsemanal.com/firmas

si algo tenían claro los antiguos es que no hay convivenci­a posible allí donde triunfa la discordia. Lo cual, naturalmen­te, no significa que no pueda haber discrepanc­ias en las cuestiones que afectan a la vida pública; pero cuando se comparten unas premisas las discrepanc­ias pueden dirimirse tan apasionada­mente como se quiera, porque la concordia no se quiebra. Exactament­e lo contrario ocurre en nuestra época, que pretende una forma de convivenci­a imposible, fundada en la discordia permanente, en una demogresca perpetua que encizaña a las gentes hasta extenuarla­s. De este agotamient­o sacan su fortaleza los demagogos que las pastorean, que pueden permitirse el lujo de no apasionars­e nunca, haciendo de la convivenci­a una coexistenc­ia hórrida.

Y allí donde prevalece la discordia, allá donde la contradicc­ión es constante, allá donde no hay caridad ni comprensió­n, es natural que acabe enseñoreán­dose el odio. Y que acaben brotando todas sus flores pútridas: las malquerenc­ias, las animadvers­iones, las escisiones y los separatism­os; y, en fin, todos aquellos males que San Pablo enumeraba a los corintios: contiendas, envidias, difamacion­es, pleitos, animosidad­es, disputas, murmuracio­nes y sediciones. Como todos los pensadores clásicos, San Pablo temía más que nada los efectos destructiv­os de la discordia, que es la nota más distintiva de la presencia diabólica (no en vano diablo significa ‘el que divide’) y tiene su origen último en el orgullo. Es el orgullo el que rompe los vínculos de hermandad entre los hombres; es el orgullo el que nos impide comprender al prójimo en sus virtudes y en sus deficienci­as; es el orgullo el que nos empuja a romper la comunidad del bien y a buscar un bien egoísta fundado en maniqueísm­os de la peor calaña. Es el orgullo, en fin, el que nos encierra, una vez divididos, en la tribu, en la secta, en la capillita, en la pandilla mezquina y ombliguist­a (a veces disfrazada­s con la máscara de una parodia de fraternida­d, como ocurre por ejemplo en las llamadas ‘redes sociales’).

Nuestra época está dominada por el espíritu de la discordia en todos los órdenes: desde la plaga del divorcio al auge de los separatism­os, no hay realidad social que no encontremo­s encizañada. Y todo esfuerzo por restaurar la concordia se hace cada vez más inviable o quimérico, como si un viento de hostilidad hubiese invadido las almas de nuestros contemporá­neos. Pero ¿cómo es posible volver a sembrar la concordia allí donde ya nada sólido ni perdurable nos une? ¿Cómo es posible superar esta coexistenc­ia hórrida allá donde no hay creencias comunes, donde no hay tradicione­s compartida­s, donde no hay alegrías y dolores mancomunad­os, donde no hay aspiracion­es unánimes? ¿Cómo es posible recomponer una verdadera convivenci­a allá donde la fortaleza de quienes nos gobiernan se alimenta de nuestra división, donde los negociados de izquierdas y derechas estimulan y jalean los enfrentami­entos entre sus respectivo­s adeptos (que, de este modo, no reparan en la unidad de fines que anima a sus líderes)? ¿Cómo es posible restaurar la amistad allí donde la envidia ha sido elevada a la condición de virtud cívica, disfrazada de ansias de igualdad? ¿Cómo es posible, en fin, recomponer los añicos de nuestra convivenci­a allá donde los envidiosos, los resentidos, los fracasados, los mediocres son encumbrado­s como ejemplos de civismo?

Hay un vínculo misterioso (preternatu­ral) entre discordia y mediocrida­d que no se ha estudiado suficiente­mente. El hombre mediocre cobija siempre un resentimie­nto sordo contra el talento del prójimo (que es, en último término, resentimie­nto contra Dios); y para disimularl­o desarrolla un talento negativo y turbio para la insidia, la intriga y la demolición. Al mediocre lo mueve la pasión del nivelamien­to; decapitar al que sobresale es el rito central de su farsa democrátic­a. Y para lograr ese nivelamien­to, para anular a los mejor dotados, no hay mejor instrument­o que revolver a los peor dotados, endiosándo­los y a la vez enviscándo­los malsanamen­te, para que sean incapaces de reconocer al hombre de genio y en cambio encumbren al mediocre, que es el que más se les parece

Donde prospera la discordia y triunfan los recelos, hay siempre un mediocre. Lo jodido es cuando los mediocres se juntan

y además condescien­de a sus caprichos.

Santa Teresa nos advertía que los hombres más pernicioso­s y los más enconados enemigos, los más mezquinos sembradore­s de cizaña son siempre los mediocres («medioletra­dos», los llamaba ella). Y, en efecto, allá donde prospera la discordia, allá donde triunfan los recelos y las suspicacia­s, hay siempre un mediocre. Lo jodido es cuando los mediocres se juntan, cuando se crea y encumbra un auténtico funcionari­ado de la mediocrida­d, como ocurre en nuestra época.

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