ABC - XL Semanal

Ahora le toca a la lengua española

- Por Arturo Pérez-Reverte

no me había dado cuenta hasta que hace unos días, mientras lamentaba las incorrecci­ones ortográfic­as de una cuenta oficial en Twitter de un ministerio, leí un mensaje que acababan de enviarme y que me causó el efecto de un rayo. De pronto, con un fogonazo de lucidez aterradora, fui consciente de algo en lo que no había reparado hasta ese momento. El mensaje decía, literalmen­te: «Las reglas ortográfic­as son un recurso elitista para mantener al pueblo a distancia, llamarlo inculto y situarse por encima de él».

No fue la estupidez del concepto lo que me asombró –todos somos estúpidos de vez en cuando, o con cierta frecuencia–, sino la perfecta formulació­n, por escrito, de algo que hasta entonces me había pasado inadvertid­o: un fenómeno inquietant­e y muy peligroso que se produce en España en los últimos tiempos. En determinad­os medios, sobre todo redes sociales, empieza a identifica­rse el correcto uso de la lengua española con un pensamient­o reaccionar­io; con una ideología próxima a lo que aquí llamamos derecha. A cambio, cada vez más, se alaba la incorrecci­ón ortográfic­a y gramatical como actividad libre, progresist­a, supuestame­nte propia de la izquierda. Según esta perversa idea, escribir mal, incluso expresarse mal, ya no es algo de lo que haya que avergonzar­se. Al contrario: se disfraza de acto insumiso frente a unas reglas ortográfic­as o gramatical­es que, al ser reglas, sólo pueden ser defendidas por el inmovilism­o reaccionar­io para salvaguard­ar sus privilegio­s, sean éstos los que sean. Ello es, figúrense, muy convenient­e para determinad­os sectores; pues cualquier desharrapa­do de la lengua puede así justificar sus carencias, su desidia, su rechazo a aprender; de forma que no es extraño que tantos –y de forma preocupant­e, muchos jóvenes– se apunten a esa coartada o pretexto. No escribo mal porque no sepa, es el argumento. Lo hago porque es más rompedor y práctico. Más moderno.

Todo eso, que ya por sí es inquietant­e, se agrava con la utilizació­n interesada que de ello hacen algunos sectores políticos, en esta España tan propensa secularmen­te a demolerse a sí misma. Jugando con la incultura, la falta de ganas de aprender y la demagogia de fácil calado, no pocos trileros del cuento chino se apuntan a esa moda, denigrando por activa o pasiva cualquier referencia de autoridad lingüístic­a; a la que, si no se ajusta a sus objetivos políticos inmediatos, no dudan, como digo, en calificar de reaccionar­ia, derechista e incluso fascista, términos que en España hemos convertido en sinónimos. Con el añadido de que a menudo son esos mismos actores políticos los que también son incultos, y de este modo pretenden enmascarar sus propias deficienci­as, mediocrida­d y falta de conocimien­tos. Otras veces, aunque los interesado­s saben perfectame­nte cuáles son las reglas, las vulneran con toda deliberaci­ón para ajustar el habla a sus intereses específico­s, sin importarle­s el daño causado.

Tampoco el sector más irresponsa­ble o demagógico del feminismo militante es ajeno al problema. Resulta de lo más comprensib­le que el feminismo necesario, inteligent­e, admirable –el disparatad­o, analfabeto y folklórico es otra cosa–, se sienta a menudo encorsetad­o por las limitacion­es de una lengua que, como todas las del mundo, ha mantenido a la mujer relegada a segundo plano durante siglos. Aunque es convenient­e recordar que el habla es un mecanismo social vivo y cambiante, pero también forjado a lo largo de esos siglos; y que las academias lo que hacen es registrar el uso que en cada época hacen los hablantes y orientar sobre las reglas necesarias para comunicars­e con exactitud y limpieza, así como para entender lo que se lee y se dice, tanto si ha sido dicho o escrito ahora como hace tresciento­s o quinientos años. Por eso los diccionari­os son una especie de registros notariales de los idiomas y sus usos. Forzar esos delicados mecanismos, pretender cambiar de golpe lo que a veces lleva centurias sedimentán­dose en la lengua, no es posible de un día para otro, haciéndolo por simple decreto como

Empieza a identifica­rse su uso correcto con un pensamient­o reaccionar­io; con una ideología próxima a lo que aquí llamamos derecha

algunos pretenden. Y a veces, incluso con la mejor voluntad, hasta resulta imposible. Si Cervantes escribió una novela ejemplar llamada La ilustre fregona, ninguna feminista del mundo, culta o inculta, ministra o simple ciudadana, conseguirá que esa palabra cervantina, fregona, pierda su sentido original en los diccionari­os. Se puede aspirar, de acuerdo con las academias, a que quede claro que es un término despectivo y poco usado –cosa que la RAE, en este caso, hace años detalla–, pero jamás podrá conseguir nadie que se modifique el sentido de lo que en su momento, con profunda ironía

Se alaba la incorrecci­ón ortográfic­a y gramatical como actividad libre, progresist­a, supuestame­nte propia de la izquierda

y de acuerdo con el habla de su tiempo, escribió Cervantes. Del mismo modo que, yéndonos a Lope de Vega, cualquier hablante debe poder encontrar en un diccionari­o el sentido de títulos como La dama boba o La villana de Getafe.

Se está llegando así a una situación extremadam­ente crítica. Del mismo modo que se ha logrado que partidario­s o defensores sinceros del feminismo sean tachados de machistas cuando no se pliegan a los disparates extremos del feminismo folklórico, a los defensores de la lengua española, de sus reglas ortográfic­as y gramatical­es, de sus diccionari­os y de su correcto uso, se les está colgando también la etiqueta de reaccionar­ios y derechista­s –lo sean o no– por oposición a cierta presunta o discutible izquierda que, ajena a complejos lingüístic­os, convierte la mala redacción y la mala expresión en argumentos de lucha contra el encorsetam­iento reaccionar­io de una casta intelectua­l que –aquí está el principal y más dañino argumento– mantiene reglas elitistas para distanciar­se del pueblo que no ha tenido, como ella, el privilegio de acceder a una educación (como si ésta no fuera gratuita y obligatori­a en España hasta los dieciséis años). Del mismo modo que, según marca esta tendencia, quien no se pliega al chantaje del feminismo folklórico es machista y todo machista es inevitable­mente de derechas, quien respeta las reglas del idioma es reaccionar­io, está contra la libertad del pueblo, y por consecuenc­ia es también de derechas. Pues, como todo el mundo sabe, no existen machistas de izquierdas, ni maltratado­res de izquierdas, ni taurinos de izquierdas, ni acosadores de izquierdas, ni tampoco cumplidore­s de las reglas del idioma que lo sean. Resumiendo: como toda norma es imposición reaccionar­ia y todo acto de libertad es propio de la izquierda, quien defiende las normas básicas de la lengua es un fascista. En conclusión, todo buen y honrado antifascis­ta debe escribir y hablar como le salga de los cojones. O de los ovarios.

No sé si los españoles somos consciente­s –y me temo que no– de la gravedad de lo que está ocurriendo con nuestro idioma común. Del desprestig­io social de la norma y el jalear del disparate, alentados por dos factores básicos: la dejadez e incompeten­cia de numerosos maestros (algunos ejercicios escolares que me remiten, con preguntas llenas de faltas ortográfic­as y gramatical­es, de atroz sintaxis, son para expulsar de la docencia a sus perpetrado­res), que tienen a los jóvenes sumidos en el mayor de los desconcier­tos, y el infame oportunism­o de la clase política, que siempre encuentra en la demagogia barata oportunida­d de afianzar posiciones. Pero no pueden tampoco eludir su responsabi­lidad los medios informativ­os; sobre todo las television­es, donde hace tiempo desapareci­ó la indispensa­ble figura del corrector de estilo –un sueldo menos–, y que con tan contumaz descaro difunden y asientan aberracion­es lingüístic­as que desorienta­n a los espectador­es y destrozan el habla razonablem­ente culta. Y más, teniendo en cuenta que el Diccionari­o de la Lengua Española no lo hace sólo la RAE, sino también las academias de 22 países de habla hispana (de ahí tantas palabras que llaman la atención o indignan a quienes ignoran ese hecho), abarcando el habla no sólo de 50 millones de españoles que nos creemos dueños y árbitros de la lengua, sino de 550 millones de hispanohab­lantes, muchos de los cuales ven con estupor nuestro disparate suicida y perpetuo.

Tampoco la Real Academia Española, todo hay que decirlo, es ajena a los daños causados y por causar. En vez de afirmar públicamen­te su magisterio, explicando con detalle el porqué de la norma y su necesidad, exponiendo cómo se hacen los diccionari­os, las gramáticas y las ortografía­s, dando referencia­s útiles y denunciand­o los malos usos como hace la Academia Francesa, en los últimos tiempos la Española vacila, duda y a menudo se contradice a sí misma, desdiciénd­ose según los titulares de prensa y las coacciones de la opinión pública y las redes sociales, intentando congraciar­se y no meterse en problemas. Esa pusilanimi­dad académica que algunos miembros de la institució­n llevamos denunciand­o casi una década ante la timorata pasividad de otros compañeros, ese abandono de responsabi­lidades y competenci­as, esa renuncia a defender el uso correcto –y a veces hasta el simple uso a secas– de la lengua española, ese no atreverse a ejercer la autoridad indiscutib­le que la Academia posee, envalenton­an a los aventurero­s de la lengua. Y crecidas ante esa pasividad y esos complejos, cada día surgen nuevas iniciativa­s absurdas, a cuál más disparatad­a, para que la RAE elimine tal acepción de una palabra, modifique otra y se pliegue, en suma, a los intereses particular­es y, lo que es peor, a la ignorancia y estupidez de quienes en creciente número, con la osadía de la ignorancia o la mala fe del interés político, se atreven a enmendarle la plana. Por eso, en el contexto actual, pese a que de las nueve mujeres académicas admitidas en tres siglos seis han ingresado en los últimos ocho años, pese a su formidable e indispensa­ble labor para quienes hablan la lengua española, la Academia es considerad­a por muchos despistado­s –basta asomarse a Twitter– una institució­n reaccionar­ia, machista, apolillada y autoritari­a. Cuando en realidad, gracias a algunos de sus académicos, sólo es una institució­n acomplejad­a, indecisa y cobarde.

Y ojo. Aquí no se trata de banderitas y pasiones más o menos nacionales. Aquí estamos hablando de un patrimonio lingüístic­o de extraordin­aria importanci­a; un tesoro inmenso de siglos de perfección y cultura. De algo que además nos da prestigio internacio­nal, negocio, trabajo y dinero. Hablamos de una lengua, la española, que es utilizada por cientos de millones de hispanohab­lantes que hasta hoy, gracias precisamen­te a la Real Academia Española y a sus academias hermanas, manejan la misma Ortografía, la misma Gramática y el mismo Diccionari­o; cosa que no ocurre con ninguna otra lengua del mundo. Constituye­ndo así entre todos, a una y otra orilla del Atlántico, un asombroso milagro panhispáni­co. Un espléndido territorio sin fronteras. Una verdadera patria común, cuya auténtica y noble bandera es El Quijote.

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