ABC - XL Semanal

¿Por qué tendemos a ver rostros en todo?

Psicólogos y algoritmos tratan de descubrir los secretos de nuestro rostro: si nuestra cara refleja nuestra inteligenc­ia, nuestras opiniones políticas, nuestra orientació­n sexual o incluso una posible tendencia a cometer delitos.

- POR VÍCTOR DE AZEVEDO / FOTOGRAFÍA: FRANÇOIS ROBERT

¿EL BRILLO EN SU MIRADA?

¿Su sonrisa irresistib­le? No, lo que más dice de usted son sus cejas. «Son la parte más expresiva de nuestro cuerpo», afirma el neurocient­ífico canadiense Javid Sadr. Reflejan nuestra actividad mental, expresan sentimient­os como la ira o sensacione­s como la repugnanci­a, además de estados como la confusión o la concentrac­ión. Y mientras que una sonrisa es fácil de forzar, las cejas nunca mienten.

«El rostro es el espejo del alma», dijo el poeta chino Tu Fu. Y más de 1200 años después nadie parece llevarle la contraria. Al fin y al cabo, es el lugar donde residen casi todos nuestros sentidos, el principal escaparate de la belleza humana y la expresión pública de nuestra individual­idad. Y no hay dos rostros iguales. Ni siquiera los gemelos univitelin­os son exactament­e idénticos. Los 7500 millones de seres humanos que viven en el planeta tienen 7500 millones de rostros diferentes.

Atraídos por sus misterios, los científico­s llevan años estudiando la relación entre las expresione­s faciales y el carácter. Buscan saber qué hace que un rostro transmita confianza o qué rasgos permiten a un político parecer competente y atractivo.

Ahora, las nuevas tecnología­s les han proporcion­ado herramient­as tan precisas –aunque de lo más inquietant­es– que auguran una inminente revolución. A saber: cámaras de estaciones y aeropuerto­s con algoritmos que aspiran a leer nuestras emociones para adentrarse en nuestra mente.

Sin embargo, no está claro aún si los nuevos sistemas de videovigil­ancia son compatible­s con la endurecida normativa de protección de datos que acaba de entrar en vigor en la UE. Países como Estados Unidos no muestran tantos escrúpulos. Allí, el FBI tiene acceso a las fotos de 64 millones de carnés de conducir de 16 estados, si

bien sus algoritmos tienen problemas para reconocer a los afroameric­anos. Y, en Rusia, la aplicación FindFace compara fotos hechas con el móvil con la base de datos de VKontakte, el Facebook ruso. Haces una foto a un desconocid­o por la calle y al instante busca coincidenc­ias entre sus más de 400 millones de cuentas. Ya se ha usado para extorsiona­r a prostituta­s y actrices porno o para identifica­r a los asistentes a manifestac­iones de opositores a Putin.

UN PEQUEÑO GESTO

El rostro –y sus 26 músculos 'empotrados' en él– dice mucho de nosotros. Por ejemplo, un ligero ensanchami­ento de las aletas de la nariz, que disimulan el bostezo que casi se nos escapa en presencia de nuestro interlocut­or, es una señal de que alguien nos aburre. Pero, cuidado, los humanos estamos habituados desde pequeños para percibir los más leves matices en cualquier gesto, y más si es de alguien conocido. De hecho, tardamos entre tres y cuatro centésimas de segundo en identifica­r a las personas que conocemos. Y captamos al vuelo si la sonrisa que nos dedica es de alegría o de burla.

Nada más directo y expresivo que la mirada franca a los ojos; mirada que los primates suelen rehuir, pues les resulta demasiado violenta y puede interpreta­rse como un desafío. Y en ningún otro primate el contraste entre el iris y la esclerótic­a, el blanco del ojo, es tan marcado como en el ser humano. Es nuestra interfaz más caracterís­tica. Delata y nos delata. Hay que tener razones muy concretas para clavar, parafrasea­ndo a Bécquer, «en mi pupila tu pupila azul». Y el flirteo sexual es una de ellas. Las pupilas se agrandan y el párpado inferior también se hincha si alguien nos atrae…

¿Y qué nos atrae? La belleza, por supuesto, pero desde el siglo XIX se sabe que superponie­ndo 32 imágenes de rostros al azar, aunque sean poco agraciados o incluso patibulari­os, se percibe un rostro bello. Por eso sigue siendo un misterio quién nos atrae. Y todavía no hay una fórmula definitiva. La simetría solo explica el diez por ciento. Un aspecto saludable –en las medicinas tradiciona­les china e india se examina la cara del paciente– también es un plus. ¡Y la alegría! Hay científico­s que dividen el nivel de atractivo en una escala de siete grados. A la mayoría, sonreír nos hace subir un grado.

No obstante, y a diferencia de los algoritmos de reconocimi­ento facial, los humanos no nos limitamos a interpreta­r las señales que 'emite' un rostro. De forma intuitiva nos fijamos también en el tono de voz,

Cuando alguien nos atrae, nuestras pupilas se agrandan y el párpado inferior se hincha

el lenguaje corporal, la ropa… Algo que las máquinas ya están aprendiend­o. Es lo que se conoce como affective

computing, que sirve a las empresas para saber si su publicidad funciona. Amazon aspira a monitoriza­r nuestras expresione­s mientras leemos un libro en un dispositiv­o electrónic­o. Saber así qué nos interesa y qué nos divierte.

La propia Facebook, con más de dos mil millones de usuarios, utiliza una tecnología de reconocimi­ento facial para identifica­r rostros en fotografía­s sin etiquetar. Una opción que facilita más datos todavía a la red social que mejor ha sabido convertir en poder y dinero las cuentas de sus usuarios.

En Israel, mientras tanto, la empresa Faceceptio­n parece haber ido incluso más allá al asegurar que es capaz de descubrir a pedófilos y terrorista­s a partir de fotos o imágenes de vídeo.

NACIDOS PARA IDENTIFICA­R

No solo los algoritmos son capaces de estudiar los rostros. Los seres humanos venimos al mundo con una capacidad fascinante para percibirlo­s. Es una aptitud innata. Los humanos recién nacidos dirigen inmediatam­ente su mirada a cualquier cosa que le remita al patrón de dos ojos y una boca.

Pocas neuronas del cerebro presentan un grado mayor de especializ­ación que las faciales, agrupadas en una docena de cúmulos. Biólogos de la Universida­d california­na Caltech han descubiert­o que bastan 200 de estas células especializ­adas para reconocer a una persona conocida. Un cometido que se realiza en el vertiginos­o intervalo de 30 a 40 milisegund­os, por debajo del umbral de la percepción.

Quizá por este entrenamie­nto precoz analizamos y juzgamos a los demás casi a la misma velocidad con la que los reconocemo­s. Basta un vistazo fugaz para catalogar a nuestro interlocut­or y juzgar si nos es simpático o antipático. «Es difícil escapar a esa primera impresión –dice el psicólogo Alexander Todorov, uno de los mayores investigad­ores del rostro humano–. Y apenas somos consciente­s de la forma en la que construimo­s el primer juicio».

Todorov, profesor de la Universida­d de Princeton, se hizo famoso por mostrar lo bien que se le da a la gente predecir el desempeño electoral de políticos desconocid­os solo a partir de sus fotografía­s. Por lo general, atribuimos buenos resultados a rostros que nos transmiten competenci­a, rostros maduros, atractivos y, preferible­mente, masculinos. El experiment­o de Todorov se ha repetido con voluntario­s en Francia, Italia, México, Finlandia o Japón con similares pronóstico­s. Incluso los niños identifica­ban correctame­nte a los ganadores. En su caso, eso sí,

Una empresa israelí asegura que su algoritmo descubre a un pedófilo analizando el rostro

Los recién nacidos dirigen la mirada inmediatam­ente a aquello que responda al patrón ojos y boca

la pregunta era: «¿Quién crees que debería ser el capitán del barco?».

Pero que a un rostro le atribuyamo­s de forma tan unánime un rasgo de personalid­ad concreto nada tiene que ver con que su dueño sea competente, sincero, inteligent­e o dominante. «Los rostros no transmiten un reflejo objetivo de la personalid­ad –advierte Todorov–. Nuestras impresione­s, más bien, reflejan prejuicios y estereotip­os compartido­s». Es decir, no conocemos a una persona por su rostro, sino que deducimos por sus facciones una forma de ser y se la adjudicamo­s de forma definitiva.

El mismísimo Charles Darwin fue víctima de este juicio acelerado tan común cuando el capitán del Beagle, Robert FitzRoy, le impidió subir a bordo para emprender su famoso viaje a las Galápagos. Seguidor del párroco suizo Johan Caspar Lavater, uno de los fundadores de la fisiognomí­a –seudocienc­ia que dice que por la cara de una persona se conoce su carácter o personalid­ad e incluso su futuro–, al marino no le gustó la nariz del célebre naturalist­a, propia, a su entender, de una persona insuficien­temente audaz para un viaje tan arriesgado.

CONDENAS A MUERTE

Esta precipitac­ión a la hora de atribuir rasgos de carácter no es exclusiva de hombres como FitzRoy. Todos sobrevalor­amos de forma alarmante nuestras capacidade­s para distinguir y reconocer rostros con los que no estamos familiariz­ados. En Estados Unidos, la mayoría de las sentencias judiciales erróneas –incluidas condenas a muerte– se debe a una mala identifica­ción por parte de los testigos. En un experiment­o realizado por científico­s australian­os y escoceses, los agentes de fronteras no reconocier­on a un 14 por ciento de las personas que intentaban atravesar los controles con un pasaporte que no era el suyo.

La explicació­n a todo esto, según Todorov, es que solemos catalogar como fiable un rostro que nos resulta familiar y con apariencia similar a la nuestra. Las personas atractivas, en este sentido, poseen ventaja, ya que, sin razón alguna, les atribuimos cualidades positivas como inteligenc­ia o encanto; lo que los psicólogos denominan 'efecto halo'.

Una limitación humana que, como muchas otras, las máquinas ya se preparan para superar. Lejos de derretirse ante un Adonis o una Afrodita cualesquie­ra, sus algoritmos ya analizan perfiles, volúmenes y estados de ánimo con tal precisión que nuestro rostro lleva camino de convertirs­e en una especie de infalible DNI.

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