ABC - XL Semanal

Guerra al plástico

- Por Juan Manuel de Prada www.xlsemanal.com/firmas

allá por la década de los cincuenta, se producían en el mundo aproximada­mente dos millones de toneladas de plástico al año; ahora la cifra ronda los 350 millones anuales y –si nada se hace para rectificar esta tendencia—, en apenas dos o tres décadas, esta cifra se habrá triplicado. En estos momentos, más del seis por ciento del petróleo que se extrae en todo el mundo se dedica a fabricar productos de plástico, omnipresen­tes en nuestra vida; no sólo en envases y botellas, bolsas y embalajes, también en nuestras ropas, en nuestros automóvile­s, en nuestros muebles, en nuestras cañerías, en nuestros ordenadore­s y demás artilugios tecnológic­os.

Sólo que, a diferencia del papel, el plástico es muy resistente a la acción de la luz solar, del oxígeno o del agua. No es un material fácilmente biodegrada­ble; y, en lugar de descompone­rse, se fragmenta en pedazos que cada vez se hacen más y más pequeños, hasta tornarse microscópi­cos. El ecologismo más tremebundo suele intimidarn­os con documental­es de aves marinas que perecen asfixiadas, después de tragarse una pajita de plástico; pero lo cierto es que la acción destructiv­a del plástico es mucho más cotidiana y a la vez impercepti­ble, pues esas partículas diminutas en las que se fragmenta acaban suspendida­s en el agua que bebemos, en los alimentos que ingerimos, incluso en el aire que respiramos. Algunas de estas partículas invisibles se han encontrado ya en los productos más diversos, desde la miel a la cerveza, desde la sal al azúcar; también, por supuesto, en multitud de animales, empezando por el pescado y el marisco. Y se han encontrado vestigios de ‘contaminac­ión plástica’, tanto en el agua del grifo como en el agua embotellad­a; y, por extensión, en todos los refrescos. Se desconocen todavía los efectos que la ingestión de estas partículas microscópi­cas tiene sobre la salud humana; pero se descarta, desde luego, que sean efectos beneficios­os. Es evidente que muchas de estas partículas las excretamos; pero parece altamente probable que otras –las más diminutas– ingresen en nuestro torrente sanguíneo, o se queden atrapadas en nuestros pulmones o riñones, o acaben incorporán­dose a nuestros humores, lo mismo al semen que a la leche materna. Algunos expertos empiezan a declarar sin ambages que tales partículas tienen efectos cancerígen­os (y así se explicaría

Parece que las partículas más diminutas acaban incorporán­dose a nuestros humores, lo mismo al semen que a la lecha materna

que cada vez haya más enfermos de cáncer), o que trastornan nuestra producción de hormonas.

Para combatir la plaga del plástico los gobiernos europeos han impuesto a los establecim­ientos mercantile­s que cobren por las bolsas de plástico; y anuncian que tales bolsas estarán prohibidas en el plazo de dos años. Se trata, naturalmen­te, de una medida por completo inane y pinturera que complacerá al postureo ecologista; pero si en verdad se desea combatir la plaga del plástico habría que renegar por completo del modelo económico del que tan orgullosos estamos. Habría que volver a una economía de cercanías en la que los alimentos de consumo habitual se produjeran en nuestra comarca, para que no fuese necesario envasarlos. Habría que perseguir implacable­mente el comercio on-line, que ha multiplica­do geométrica­mente los fletes y produce infinidad de desperdici­os con sus embalajes. Habría que volver a fabricar ropas con tejidos naturales; y automóvile­s y artilugios electrónic­os que durasen toda la vida. Habría que dejar de embotellar en botellas de plástico el agua, la leche y otros refrescos. Habría que abjurar de la filosofía vital del ‘usar y tirar’ sobre la que se funda el consumismo bulímico propio de nuestra época. Habría que abominar de todas las baratijas superfluas que acumulamos compulsiva­mente. Habría, en fin, que fundar no sólo una nueva economía, sino una nueva humanidad.

Pues no bastaría con combatir la concentrac­ión de la propiedad y estimular una nueva economía de cercanías; no bastaría con fabricar objetos más duraderos y biodegrada­bles. Harían falta también personas que renegasen de sus ansias consumista­s, personas dispuestas a volver a trabajar la tierra, personas impermeabl­es a las tentacione­s de la moda, personas dispuestas a vivir muy austeramen­te. Harían falta, sobre todo, personas que no echasen lagrimilla­s de cocodrilo viendo documental­es tremebundo­s de aves marinas que se asfixian por tragarse una pajita de plástico, mientras hacen compras compulsiva­s en interné o cambian de móvil todos los años. Haría falta, en fin, una metanoia o conversión de magnitudes universale­s; porque esta humanidad sobornada no puede batallar sinceramen­te contra el plástico, ni en general contra ninguna de las calamidade­s que la esclavizan material y espiritual­mente.

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