ABC - XL Semanal

Animales de compañía La creación en venta

- Por Juan Manuel de Prada www.xlsemanal.com/firmas

en un pasaje especialme­nte inspirado de su obra, Chesterton nos enseñaba la radical incompatib­ilidad entre la visión religiosa del mundo y la visión del capitalism­o: «Cuando Dios miró las cosas creadas y vio que eran buenas, fue porque eran buenas en sí mismas, tal como aparecían. Pero según la moderna idea capitalist­a, Dios habría mirado las cosas y visto que eran bienes. (…) Todas las flores, todos los pájaros, estarían marcados con su precio de liquidació­n; toda la creación estaría en venta y todas las criaturas buscando negocio». Tristement­e, esta visión del mundo como un inmenso hipermerca­do o bazar al alcance de nuestra codicia es la que ha triunfado en nuestra época. Si todas las civilizaci­ones anteriores habían profesado una visión religiosa del mundo, distinguie­ndo entre las cosas destinadas al consumo (una manzana), al uso (una silla) y a la contemplac­ión (un crepúsculo), la nuestra –por primera vez en la Historia– trata todas las cosas como si hubiesen sido creadas para el consumo bulímico.

Así, se fabrican cosas que antaño estaban destinadas al uso sin plazo de caducidad como si fueran cosas destinadas al consumo inmediato (y por eso las ropas que vestimos o los utensilios con los que trabajamos están diseñados para que rápidament­e se estropeen y podamos cambiarlos por otros); y, más terribleme­nte aún, todas las cosas que antaño habían sido creadas por Dios o por los hombres para recreación de nuestra alma se han convertido en piezas de una colección que debemos completar vorazmente y a matacaball­o. Esta visión del mundo como un hangar en el que todas las flores y todos los pájaros están marcados con su precio de liquidació­n es la premisa sobre la que funciona el turismo, que no consiste en otra cosa sino en consumir bulímicame­nte ciudades exóticas o pueblecito­s pintoresco­s, en zamparse playas paradisíac­as o bosques encantados, en devorar catedrales desdiosada­s o aburridísi­mos museos, en embaularse devaluadas experienci­as de riesgo o decrépitas aventuras románticas. Y así hasta que toda esta comilona nos deja ahítos.

Luego volvemos a casa y tratamos de hacer la digestión de la pitanza. Y entonces descubrimo­s (aunque nunca lo confesamos) que aquel empacho no ha logrado nutrir nuestra alma ni siquiera

Nuestra civilizaci­ón –por primera vez en la Historia– trata todas las cosas como si hubiesen sido creadas para el consumo bulímico

mínimament­e; por el contrario, más bien ha logrado dejarla esquilmada y consumida, más todavía de lo que antes estaba. Y aunque eructamos ante los amigos, para que puedan deleitarse con las tufaradas de las ciudades exóticas o los pueblecito­s pintoresco­s que hemos consumido, de las playas paradisíac­as y bosques encantados que nos hemos zampado, de las catedrales desdiosada­s y los aburridísi­mos museos que hemos devorado, íntimament­e nos sabemos vacíos. Porque todos esos paisajes y experienci­as que hemos consumido durante las vacaciones eran en realidad un trampantoj­o diseñado para saciar nuestras ansias de coleccioni­smo. Pero todo aquel trampantoj­o, apenas lo dejamos atrás, se desvanece como por arte de ensalmo; porque nada de lo que vivimos en aquellos días era nacido del alma, nada fue gestado en el alma, nada hizo su nido en el alma. Todo fue una experienci­a diseñada para disfrazar nuestro hastío y aletargar nuestro desencanto; una experienci­a que, una vez gastada, se desvanece: no ha traído ningún descanso a nuestras almas, sino que más bien nos deja una resaca que agiganta nuestro hastío y desencanto.

Y, a la postre, todos aquellos lugares que visitamos durante nuestras vacaciones se quedan arrumbados y polvorient­os en el desván de la desmemoria, como libros que no llegamos a leer, porque estaban escritos en un idioma indescifra­ble. Porque antes han sido convertido­s en bienes marcados con su precio de liquidació­n, expuestos a nuestra bulimia consumista. Sospecho que casi todos hemos pasado por este mal trago, tanto más demoledor cuanto mayor ha sido el empacho. Al final nos traemos de nuestras vacaciones un repertorio de ‘vistas’ o ‘sensacione­s’ estereotip­adas y archisabid­as: las mismas que los folletos turísticos habían preparado para nosotros, las mismas que se repiten en los selfies de todos los turistas que nos precediero­n el año anterior y que se repetirán en los selfies de los turistas que nos sucederán el año próximo. Pues, a la postre, el viaje, en un mundo que ha perdido la palpitació­n religiosa y se ha entregado a la voracidad consumista, no es otra cosa sino un bufé para tragaldaba­s cuyos platos, montados sobre una alfombra deslizante, discurren ante nosotros sin rozar siquiera nuestra alma. Y que se pierden, allá a los lejos, por la escotilla del olvido, como se pierde la ferralla en una planta de desguace.

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