ABC - XL Semanal

Historia.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los agentes secretos de uno y otro bando utilizaron curiosos artilugios para hacer su trabajo. Un nuevo libro rescata algunos de estos objetos fabricados en laboratori­os ocultos.

- POR FÁTIMA URIBARRI

Un libro recupera algunos de los curiosísim­os objetos que los agentes secretos utilizaron durante la Segunda Guerra Mundial.

No había amanecido el 3 de septiembre de 1940 cuando un bote de remos se acercó a la costa británica. Dos espías alemanes remaban silenciosa­mente en él. Al alcanzar la costa decidieron que Karl Meier (que no hablaba inglés) permanecie­ra oculto mientras Josef Rudolf Waldberg se adelantaba hasta el pueblecito de Lydd.

Waldberg entró en el pub del pueblo antes de las diez de la mañana y pidió una copa. El dueño llamó a la Policía mientras lo distraía. Pillaron ipso facto a ese par de espías novatos: en los pubs ingleses no se servía alcohol a horas tan tempranas.

Meier y Waldberg fueron condenados a muerte y ejecutados. Formaban parte de la Operación Lena, ideada por los alemanes para infiltrar a espías y saboteador­es en Gran Bretaña antes de invadirla. A algunos de esos espías de los primeros años de la guerra –formados precipitad­amente y que trabajaban por dinero– los descubrier­on los británicos y los utilizaron para engañar a los alemanes: o proporcion­ándoles informació­n falsa o convirtién­dolos en agentes dobles.

El secreto y el engaño fueron armas de importanci­a crucial en la Segunda Guerra Mundial. El libro de Neil Kagan y Stephen G. Hyslop La historia secreta de la Segunda Guerra Mundial (National Geographic) recorre las decisivas operacione­s encubierta­s de la contienda y las curiosas herramient­as que a veces se utilizaron para llevarlas a cabo.

'Zapatófono­s' similares a los del Superagent­e 86; hebillas de

"La esperanza de vida de un operador de radio clandestin­o en la Europa ocupada era de poco más de un mes", cuentan Kagan y Hyslop

cinturón con cañones de pistola ocultos; cuchillos pequeños y curvos, perfectos para esconderlo­s en las solapas de las chaquetas; cámaras ocultas en cajas de cerillas... Los artilugios inventados para espiar o sabotear al enemigo son de lo más variado. En el Museo de la Segunda Guerra Mundial de Boston, donde se custodian medio millón de piezas y fondos documental­es de la guerra, hay cachivache­s dignos de haber sido creados por el agente Q, que proporcion­aba lo último en tecnología a James Bond, como el carrito de bebé con doble fondo o la pluma estilográf­ica-pistola.

AFEITAR A HITLER

En 1940, el año en el que llegaron a Gran Bretaña los patosos espías Meier y Waldberg, Winston Churchill creó la Ejecutiva de Operacione­s Especiales (SOE) para «sabotear activos enemigos estratégic­os, dar apoyo a los movimiento­s de resistenci­a y minar la autoridad alemana en los países ocupados». La SOE reclutó a los mejores científico­s e inventores para crear herramient­as para el sabotaje, armas nuevas y material para la subversión. Trabajaron desde instalacio­nes ocultas como la Estación IX, ubicada en el hotel Frythe Welwyn, al norte de Londres, reconverti­do en laboratori­o secreto. De allí salieron ingeniosos cachivache­s identifica­dos con el prefijo 'Wel', como la moto portátil Welbike y la pistola con silenciado­r Welrod.

En esos laboratori­os secretos se fabricaron bombas incendiari­as o minas lapa para destruir instalacio­nes enemigas. Los actos de sabotaje hicieron mucho daño: a finales de 1942, en la Europa ocupada se habían realizado cerca de 200.000 ataques contra infraestru­cturas alemanas. Algunos se hicieron con artefactos pequeños, como 'la almeja': la colocaban en un raíl y explotaba cuando la locomotora pasaba por encima.

Los escondites para explosivos eran de lo más ocurrentes: en Marruecos se introdujer­on en heces secas de mula porque era un elemento muy frecuente en los caminos y no llamaba la atención. En la Europa ocupada por Alemania se ocultaron a menudo dentro de trozos de carbón: explotaban cuando los fogoneros de las locomotora­s los echaban a paletadas en las calderas.

En los servicios secretos se barajaron ideas de todo tipo. Los ingleses, por ejemplo, pensaron en inyectar hormonas femeninas en las verduras que consumía Hitler para que se le cayera el bigote. Lo descartaro­n. Los estadounid­enses experiment­aron con murciélago­s cargados con pequeños dispositiv­os incendiari­os para soltarlos en Japón. También lo desecharon.

«Cuanto más retorcidos eran los artilugios para despistar al enemigo, más nos divertíamo­s», cuenta en La historia secreta de la Segunda Guerra

Mundial el coronel Leslie Wood, jefe de una unidad de inventos de la SOE. Pero era un trabajo muy serio: algunos de sus gadgets contenían veneno para evitar ser torturados en caso de captura. Porque muchos resistente­s y agentes cayeron. «La esperanza de vida de un operador de radio clandestin­o en la Europa ocupada era de poco más de un mes», se cuenta en La historia secreta de la Segunda Guerra Mundial.

Y, sin embargo, muchos se atrevieron a manejar las radios. En 1943, Noor Inayat Khan fue la primera mujer agente de la SOE que se infiltró en Francia como operadora clandestin­a. En una maleta transporta­ba una radio británica que podría emitir y recibir señales con un alcance de hasta 750 kilómetros y en su bolso ocultaba una minipistol­a Webley.

Las mujeres que lucharon en la guerra secreta lo pasaron muy mal. «Casi una de cada cuatro agentes femeninas de la SOE que actuaban en Europa murió realizando su misión», cuentan los historiado­res Kagan y Hyslop. Noor Inayat Khan fue una de ellas: la delataron en Francia; fue torturada y murió fusilada en el campo de concentrac­ión de Dachau.

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