ABC - XL Semanal

Del ferrobús al Hyperloop

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no puedo hablar de los trenes de carbonilla y asientos de listones de madera, pero he oído cientos de historias sobre ellos. Desde que se inauguró el Mataró-Barcelona (he escrito bien, el tren salió de Mataró para poder ser recibido en Barcelona con la gloria correspond­iente) las peripecias del ferrocarri­l en España me resultan fascinante­s y, como tanta gente, no podría concebir mi vida sin el gusano que circula por el camino de hierro. El tren, siempre el tren. El viejo ferrobús, el automotor, el cercanías verde, el TER, el TAF, los rápidos, los expresos, las literas, el Talgo, el AVE... En todos he dejado parte de mis días y mis noches, parte de mi paciencia, de mi asombro, y de todos he saboreado el placer de la contemplac­ión del paisaje y el paisanaje, de los protocolos antiguos del ferrocarri­l, del descubrimi­ento de tierras desconocid­as, de las estaciones dormidas en la noche, de los bares de cada nudo ferroviari­o, de las lecturas consumidas, de las conversaci­ones inverosími­les, de los retrasos inacabable­s. El ferrocarri­l me ha enseñado incluso a amar más el lento transcurri­r de una tarde cansada de otoño, de lejanas líneas de horizonte o próximo matorral y arbolado; los expresos, aquellos coches verdes en los que se echaba la noche y después amanecía a velocidad de óleo, cruzaban la península de punta a punta enseñándon­os el rosario de la geografía, de estación en estación, Alcázar de San Juan, Linares-Baeza, Espeluy, Andújar... Departamen­tos de olor a comida o a tabaco, de olor a humanidad, de gente distinta y remezclada, de largos asientos de espumilla y escay, de altillos llenos de maletas en las que cabía la vida, de literas compartida­s en las que descabezar el sueño. Mi tren, más allá de los imprescind­ibles cercanías que me llevaban a la playa en las atiborrada­s mañanas de domingo, fue siempre el que unía Sevilla y Barcelona, llamado El Sevillano arriba y El Catalán en el sur. No hablo por hablar: hice ese recorrido muchas veces durante muchos años a partir de 1977. Salía de la estación de Francia sobre las siete de la tarde, bajaba hasta Albacete, se metía hasta el centro de Andalucía, pasaba por Córdoba y llegaba a la estación de Plaza de Armas nunca antes de la una de la tarde del día siguiente. Podías conciliar el sueño pronto, pero cuando despertara­s te quedaba una interminab­le mañana hasta alcanzar Sevilla. La vuelta era semejante.

Mi tren, más allá de los cercanías, fue siempre el que unía Sevilla y Barcelona. Hice ese recorrido muchas veces durante muchos años

Salíamos de Sevilla a las cuatro de la tarde, larga parada en Alcázar, madrugada en Albacete y llegada a Barcelona sobre las once o así, pasando la noche de bar en bar, de parada en parada, escuchando la voz de anuncio de cada estación, el ronquido del viajero, el llanto del niño, el crujido de las vías. No hubo de importarme: era joven y, aunque impaciente, amaba el ferrocarri­l y sus esperas.

Y España cambió. La Renfe ha sido uno de los más claros símbolos de esa evolución. Con todos los peros que hoy queramos asignarle, el ferrocarri­l en España es indudablem­ente superior al de países vecinos y está a años luz del que transitó por décadas anteriores. La alta velocidad permite cruzar España, o viajar entre puntos concretos, con una eficacia y comodidad absolutame­nte satisfacto­ria. Cuando el AVE estaba a punto de estrenar su primera línea Madrid-Sevilla, muy pocos creían que el trayecto se fuera a realizar en poco menos de tres horas. Sin embargo, fue así: incluso más rápido, en dos horas y media. El AVE fue la demostraci­ón de que en España se podían hacer las cosas tan bien o mejor que en cualquier parte, y ahí tienen su éxito: intenten sacar billetes para cualquier día a horas punta con pocas horas de antelación. Pero ahora resulta, y ahí quería acabar, que diversas iniciativa­s empresaria­les están trabajando en un proyecto de ciencia ficción: Hyperloop, el ferrocarri­l que circulará suspendido en el interior de un tubo y que permitirá alcanzar los mil doscientos por hora, es decir, mayor velocidad que un avión comercial. Muchas incógnitas me asaltan: cómo, dónde, cuándo y muchas más. Pero el desafío resulta apasionant­e y, sobre todo, haber alcanzado a verlo y razonablem­ente tener esperanzas de poder montarme en él atendiendo a la esperanza de vida de que gozamos ahora en nuestra sociedad. Quién se lo iba a decir a Biada, el impulsor del primer ferrocarri­l peninsular, hace hoy tantísimos años...

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