ABC - XL Semanal

La Luna, hace casi cincuenta años

- Por Carlos Herrera www.xlsemanal.com/firmas

madrugada de julio del 69. Yo apenas tenía doce años. ¿Usted, cuántos? La Televisión Española tenía, más o menos, mi edad. Era un entretenim­iento indudable para los españoles de la época, que, asomándose a la pequeña pantalla, no necesitaba­n muchas otras alternativ­as de ocio, inexistent­es en muchos lugares de España. El hombre, el ser humano, estaba a punto de conquistar un sueño que era de tal tamaño que no había ficción posible que se le asemejara en la Historia: llegar a la Luna, esa vieja puta, que decía Umbral, y volver sanos y salvos. Lo de llegar, efectivame­nte, parece a veces más sencillo, pero lo de volver se antoja doblemente complicado. Pues fueron, pisaron, soltaron sus frases, recogieron sus muestras y volvieron sin problemas amerizando en el Pacífico como el que se tira a una piscina de urbanizaci­ón. Aquella noche estaba en el apartament­o playero de unos amigos y me estoy viendo junto con Claudio y Pepe, perplejos, asistiendo a la transmisió­n que TVE nos servía y en la que Hermida, aquel mago de las cosas, comentaba y traducía las palabras de Armstrong cuando dejaba su pisada en el Mar de la Tranquilid­ad. Uno de los preocupant­es síntomas de hacerse mayor, lo tengo comprobado, es apercibirs­e de que cada vez queda menos gente en nuestro entorno que puede recordar aquella gesta. Buena parte de nuestro entorno te dirá que «yo no había nacido aún», lo cual es una jodienda. Para un chaval de doce años era, indudablem­ente, una alucinació­n, en sentido estricto, pero quiero pensar lo que debía de suponer para nuestros abuelos, que allí estaban viendo la noticia más extraordin­aria, hasta el momento, protagoniz­ada por la humanidad, después de haber sobrevivid­o a penurias y atrasos considerab­les. En mi colegio le escribimos una carta a los astronauta­s de la NASA y al poco recibimos una contestaci­ón en forma de tarjeta con un saludo que nos pareció, otra vez, alucinante.

Han pasado, pues, casi cincuenta años de aquella noche de verano. Cincuenta, que no son diez ni veinte. Acabo de hablar con Claudio Santos para corroborar la fecha, el lugar y el hecho y me confirma que nos despertaro­n para asistir al momento histórico, cosa que siempre agradeceré a sus padres, Antonio y Claudina. A lo que quiero llegar, independie­ntemente del relato épico de una madrugada de verano de cuando todo era en blanco y negro, es que a estas alturas aún hay conspirano­icos que creen que aquello fue un fraude urdido por la administra­ción Nixon para ganar la batalla de la propaganda a los rusos. Esta misma semana he asistido al debate en varios foros de Internet en el que no pocos usuarios aseguran que la bota de Armstrong y Aldrin, con la que dejaron una huella en la Luna que aún debe de seguir inalterabl­e, no se correspond­ía con la que exhiben en los museos de la NASA y que recoge toda la vestimenta de los dos primeros astronauta­s en llegar al satélite de la Tierra. De poco sirve que se explique que esas botas llevaban una suerte de funda que se quedó en la superficie lunar y que, en total, han sido doce los hombres que han paseado por la Luna: a aquellos a los que les excita y emociona mucho más pensar que fue un gran fraude urdido por la poderosa industria norteameri­cana no les va a convencer ninguna evidencia científica, siquiera los avances tecnológic­os que sobrevinie­ron como consecuenc­ia de todos los materiales que se importaron y las diversas derivadas de las investigac­iones realizadas para conseguir el objetivo. Aún prolifera una legión de individuos que cree que Stanley Kubrick montó un plató en alguna nave de la NASA y simuló un remake de su espectacul­ar 2001: Una odisea del espacio; película que, por cierto, fue la que mi hermano Alvarito y yo fuimos a ver al cine Roxy de la plaza Lesseps de Barcelona un año antes y que nos costó la friolera de ¡treinta pesetas!, precio que marcó un antes y un después en las taquillas del cine.

Dentro de un año celebrarem­os el cincuenta aniversari­o de aquella noche. Estoy loco por asistir a las contramani­festacione­s del evento. Por constatar, sobre todo, que la estupidez humana no tiene límites.

Aún hay conspirano­icos que creen que aquello fue un fraude de la Administra­ción Nixon para ganar la batalla de la propaganda a los rusos

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