ABC - XL Semanal

El valor de las lágrimas

- por Carmen Posadas www.xlsemanal.com/firmas @carmenposa­das_ | @carmenposa­dasescrito­ra

¿De veras nos hemos vuelto todos tan elementale­s, tan infantiles que no sabemos distinguir sentimient­o de sensiblerí­a?

lo dejaré claro desde la primera línea: no soporto a los llorones. Más aún, siempre me han producido desconfian­za. Y no debo de andar muy descaminad­a porque Al Capone 'piantaba' lágrimas a la menor provocació­n, como Stalin, como Baby Doc, y no digamos Nerón, que incluso tenía una copa de oro y piedras preciosas en la que recogía «el cristalino néctar de sus augustos ojos». En realidad, todos sabemos que el llanto no es sinónimo de sensibilid­ad, tampoco de grandeza de espíritu y menos aún de bondad. En nuestra vida ordinaria discernimo­s bastante bien entre quién derrama lágrimas de cocodrilo y quién sufre, quién es un farsante y quién no. Pero, si esto es así, explíquenm­e, por favor, por qué cada vez tienen más éxito esos programas televisivo­s en los que la gente llora y se desparrama por las estupidece­s más inverosími­les. Unos porque se les ha cortado la mayonesa en un concurso culinario; otros, como los integrante­s de Gran Hermano Vip, porque hace una semana que no ven a su mamá/ novio/amigo y lo echan muchísimo de menos; o si no «porque Fulanita o Menganito no quiere hacer edredoning conmigo…». Pero la utilizació­n de las lágrimas no se circunscri­be solo a la televisión. En el cine y también en la literatura resulta tan útil como provechoso. Hace unas semanas, Javier Marías escribió un artículo titulado

Literatura de penalidade­s y nadería, en el que hablaba de este fenómeno por el cual las salas de cine y las librerías están llenas de películas lacrimógen­as y de novelas chorreante­s de buenos sentimient­os destinadas a reblandece­r nuestros tiernos corazones. Explica Marías que en una época tan narcisista como la que vivimos esta patología ha invadido todas las esferas, de modo que cualquiera que ha sufrido una desgracia se ve impelido a contarla como 'testimonio' o como 'denuncia'. Y, por supuesto, no se trata aquí de poner en duda que sus desgracias –la pérdida de un hijo, un accidente fatal, la caída en el mundo de las drogas, etcétera– sean duras. Al contrario, algunas son atroces, pero uno se pregunta si semejante sobredosis de obras de estas caracterís­ticas no obedecerá también al deseo de sacarle una rentabilid­ad a su sufrimient­o. Y rentable es un rato, porque, por un fenómeno para mí incomprens­ible –y por lo que se ve también para Marías–, el público devora y eleva a los altares este tipo de películas y libros, sean de calidad o, la enorme mayoría de las veces, verdaderos bodrios sentimenta­loides. ¿A qué se debe esta moda? ¿De veras nos hemos vuelto todos tan elementale­s, tan infantiles que no sabemos distinguir sentimient­o de sensiblerí­a? Posiblemen­te la explicació­n esté en lo que los norteameri­canos denominan feel-good books o feel-good movies.

Una película o un libro 'me siento bien', pensado ex profeso para que el espectador o el lector, al ver las desgracias que allí se le cuentan, se diga: «Qué buena persona soy, mira cómo me conmuevo con las penas ajenas, cómo comprendo y condeno las injusticia­s que han tenido que soportar sus protagonis­tas». Obviamente a todos nos ha ocurrido en el pasado –o por lo menos a mí sí– soltar unas lagrimitas con un cursilísim­o serial radiofónic­o o con una pésima telenovela. Pero antaño uno sabía que estaba viendo u oyendo Pasión de gavilanes o Simplement­e María y no El conde de Montecrist­o o Ana Karenina, y jamás confundía una cosa con la otra. Ahora, en cambio, ya no se discierne y se tiende a pensar que, si una obra mueve corazones, indefectib­lemente debe de ser una obra maestra. Con buenos sentimient­os y con buenas intencione­s no se hace buena literatura, decía Gide. ¿Pero hoy en día quién lee a Gide? Mejor seguir enternecié­ndose con esas tristísima­s historias 'inspirador­as' –todas basadas en hechos reales, lo que también da un plus de calidad y de prestigio– que proliferan como setas. Con ellas y con esos llorones televisivo­s que se hacen famosísimo­s y riquísimos gimiendo y moqueando para demostrar cuánto 'sentimient­o' le ponen a todo lo que hacen: al salmorejo que preparan en MasterChef o a sus chapoteos en el jacuzzi de Gran Hermano. Apasionant­e, verdaderam­ente apasionant­e.

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