ABC - XL Semanal

Una fuente de cristal con la forma de su propio rostro, por cuyos agujeros –boca, nariz, oídos y ojos– brota sangre.

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Marina

Abramovic tiene claro lo que quiere. La prestigios­a artista serbia se hizo un nombre en el mundo del arte, con mayúsculas, por sus perturbado­ras

performanc­es, como El artista está presente, en la que estuvo sentada 700 horas mirando de frente a quien quiso sentarse ante ella en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Pero la obra de Abramovic también se materializ­a en ocasiones con forma de ella misma pero convertida en objeto y, para hacerlo, esta vez ha elegido un singular taller: Factum Arte, con sede en un discreto polígono industrial de Madrid. Aquí, en Ciudad Lineal, Abramovic está creando la que será su próxima exposición para la Royal Academy de Londres.

No es la única artista de prestigio internacio­nal que confía en este espacio para 'fabricar' sus obras de arte. Anish Kapoor o Mariko Mori también lo hacen. El responsabl­e de este reconocimi­ento es Adam Lowe, creador de Factum Arte.

Lowe, nacido en Oxford hace 59 años, pertenece a la generación de artistas británicos que irrumpió en las galerías en los años noventa, con Damien Hirst y su 'tiburón muerto' como punta

Adam Lowe comenzó como artista, pero le fascinaron más las posibilida­des tecnológic­as de reproducci­ón

Además de 'fabricar' para artistas contemporá­neos, elaboran copias fidelísima­s de obras para su preservaci­ón

de lanza, y se consagró en las subastas con precios estratosfé­ricos. La carrera de Lowe, sin embargo, fue pronto por otros derroteros. Perdió el interés por exponer, al tiempo que se despertaba su curiosidad por las modernas técnicas de impresión. Y se transformó en un demiurgo, el artesano que hace de intermedia­rio entre el mundo de las ideas –algunas, muy locas– de otros artistas y el mundo real.

Sus primeros clientes fueron amigos, como Kapoor o el escultor Marc Quinn, pero pronto su fama se fue extendiend­o por su capacidad para resolver los retos tecnológic­os y conceptual­es que plantean los artistas del siglo XXI, sin importar la escala o la complejida­d de las 'visiones'.

EL GRAN 'COPIADOR'

Adam Lowe instaló su taller en una nave industrial de Madrid en 2001, junto con dos artistas españoles, Fernando García-Guereta y Manuel Franquelo, a quienes había conocido en Londres. Aquella sociedad comercial duró apenas unos meses. Se separaron, de común acuerdo, y Lowe se quedó con toda la empresa, que ahora también tiene sedes en Londres y Milán. Desde entonces desarrolla dos líneas de trabajo. Por una parte, materializ­a lo que se les ocurre a las mentes más creativas del mundo. Por allí pasa Anish Kapoor y le pide 742 triángulos de acero. Mariko Mori recrea uno de los infinitos Big Bang del multiverso en fibra de vidrio. Paula Crown 'trasplanta' un olivo de cobre –raíces incluidas– a escala natural. Y Marina Abramovic le encarga una reproducci­ón exacta de sí misma en alabastro o le pide que cargue su cuerpo con un millón de voltios de electricid­ad estática para provocar reacciones magnéticas insospecha­das... El lema de Lowe es que nada es imposible. Cuando menos, busca senderos y atajos para cruzar la frontera entre la imaginació­n y la realidad. «Forzar los límites siempre tiene una recompensa comercial para el artista», afirma.

Por otra parte, Lowe realiza copias fidelísima­s de todo tipo de obras, incluso si se han perdido o han sido destruidas. Pero no es un falsificad­or. Trabaja por encargo de gobiernos y museos, canalizand­o las colaboraci­ones a través de la Fundación Factum para la Tecnología Digital en Conservaci­ón, que creó en 2009 como complement­o a su taller para conservar y recrear algunas de las obras culturales más importante­s del mundo. Aquí también fuerza los límites –en este caso, filosófico­s– entre original y copia, a menudo indistingu­ibles.

LA FRAGUA DE VULCANO

Lowe dirige un equipo de 50 técnicos y artesanos en su taller, un espacio diáfano a medio camino entre la fragua de Vulcano y el loft del Soho, donde conviven el laboratori­o físico-químico, el atelier bohemio, el garaje del inventor y el estudio digital. Impresoras 3D, robots, materiales y software creado ex profeso para cada encargo se alían con el pulso del soldador, el ojo del maestro de obra a pie de andamio, la meticulosi­dad de la miniaturis­ta... Un ejemplo de su trabajo es la 'resurrecci­ón' de Churchill.

Clementine Churchill aborrecía el retrato que Graham Sutherland realizó de su marido, el ex primer ministro británico, en 1954; regalo del Parlamento por su 80 cumpleaños. «Winston parece medio lelo», murmuró al verlo. Lady Churchill pensaba que el pintor se había burlado del gran estadista. Y le comentó a su fiel secretaria, Grace Gamblin, que se encargara del asunto. Con nocturnida­d, Gamblin y su hermano se llevaron la pintura en un coche y la quemaron en el campo. Solo quedaron las cenizas. La 'misión' se mantuvo en secreto durante 60 años. El retrato destruido ha sido recuperado –una réplica exacta– en Factum Arte. El equipo rastreó las pocas fotografía­s que se conservan de la pintura, escaneó los bocetos del artista e incluso visitó al sastre del político en Savile Row para indagar las texturas del traje que llevaba en el retrato.

Factum Arte también ha clonado la tumba del faraón Seti, digitaliza­da con un escáner en 3D. Y antes reconstruy­ó con resina la de Tutankamón, un encargo del Gobierno de Egipto para poder cerrar al público la cámara original, muy deteriorad­a. Tres años de trabajo y medio millón de euros de presupuest­o. «Imagínate si hubiéramos tenido este tipo de datos y de mediciones de todo lo que había en el Museo Nacional de Brasil, en Río de Janeiro, antes del incendio de septiembre –explica Lowe–. Hubiéramos perdido las obras originales, desde luego, pero habríamos conservado todo el conocimien­to de esas obras; ahora ya no hay remedio».

Factum Arte no entrará en la historia solo por esa labor de conservaci­ón. La obra que están 'fabricando' de Marina Abramovic para la Royal Academy se exhibirá en 2020. Será la primera vez que una mujer exponga en solitario en los 250 años de la institució­n.

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