Días sin Nuria
cuando alguien nos veía juntas, siempre creía que éramos hermanas. Algo sí nos parecíamos, aunque la gente tiende a crear parecidos imaginarios entre las mujeres que llevan gafas. Me llamaba 'sis'. Y yo a ella, 'sister Nuria'. Nos conocimos una tarde de lluvia en el vestíbulo de un hotel de Valladolid, donde ella trabajaba para el festival de cine, como traductora, oficio que desempeñó hasta poco antes de su muerte. La vi en diversas ocasiones en acción y me alucinaba la perfección y la delicadeza con que traducía. De hecho, 'delicadeza' es la primera palabra que se me ocurre al pensar en ella. Delicadeza de pensamiento, de corazón, de habla. Nuria era la delicadeza personificada. Muchas veces hacía que me avergonzara de mi talante seco, cortante, arisco. Escucharla era siempre un placer. Tengo su voz grabada en mi cabeza, su cadencia parsimoniosa, cantarina, bella. Hasta en el hospital, con la cicatriz atravesándole el cráneo, había belleza en su mirada esperanzada, había dulzura en sus palabras. Era alguien capaz de ser increíblemente fuerte en su vulnerabilidad. Repaso sus últimos correos. Repaso nuestras conversaciones. Amar, ser amada, ser entendida. Me doy cuenta de que esos eran nuestros temas, que siempre giraban en torno a un anhelo que a ella no le costaba nada formular:
'Delicadeza' es la primera palabra que se me ocurre al pensar en ella. Delicadeza de pensamiento, de corazón, de habla. Nuria era la delicadeza personificada
«Enamorarse es bajar las murallas, abrir la membrana, dejar entrar al otro, sea quien sea ese otro, con todo lo que tiene de intruso, de ajeno». Transcribo esta frase en un lugar que ella amaba, rodeada de lavanda y de higueras que se preparan para dar frutos este verano. Me gustaría que la mermelada de higos que preparó un verano todavía llenara de olor la cocina. Me gustaría volver a verla una vez más, bordando un cojín, mientras hablaba de Proust y yo, que nunca he sido capaz de coser correctamente un botón, me quedaba boquiabierta de su destreza. Me gustaría volver a verla en Sète tomando ostras y vino blanco. Me gustaría volver a verla en la arena de Sant Feliu. Me gustaría atravesar el Pont Neuf en París y verla asomada al Sena en la otra orilla. Me gustaría encontrarla de nuevo mientras compra gambas en La Boquería y escoge las mejores y hace un suquet para chuparse los dedos. Verla con su sobrino, al que adoraba. Volver a vivir nuestro último paseo por el Prado a medianoche. Nuestras últimas risas en el Rastro. Hasta me gustaría tomarme un café y que me hablara de todas esas cosas que le rompían el corazón: la incomprensión, la dureza de la supervivencia, los desplantes de gente que no le llegaba a la altura del zapato, todas esas partes duras e inevitables de la vida que ella sobrellevaba con una elegancia que siempre me sorprendía.
Un día caminamos atravesando Barcelona y nos paramos en todos los lugares que habían significado algo en nuestras vidas, algunos ya desaparecidos. Bancos, parques, bares, esquinas. Desde ese día, su presencia llena también esos lugares, que ya le pertenecen en mi imaginación para siempre.
Nuria sabía consolar como nadie, nadie me consolará de su pérdida.
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