La cocina como cura
En muchas disciplinas humanas como la cocina, a estas alturas de existencia como especie, hay ya tanto por recordar como por descubrir. Desde que en 1973 el décimo mandamiento de la nouvelle cuisine francesa dijo aquello de «serás creativo», legiones de chefs del mundo entero han encontrado sentido a sus vidas buscando algo nuevo, creando, así fuera una nueva técnica de transformación del producto, una combinación de ingredientes o la presentación de una especie cuyo valor culinario despreciábamos hasta la fecha. Las revoluciones de las últimas décadas, las que han dejado la gastronomía en un lugar central de la sociedad, incluida la nuestra, han mirado básicamente a lo nuevo como principal territorio para la búsqueda, pero lo desconocido habita también en el pasado. Se están desempolvando los viejos recetarios medievales y renacentistas, y las técnicas (fermentaciones, nixtamalizaciones y mil más) y productos de algunas culturas orientales o americanas prehispánicas causan el mismo asombro que hace veinticinco años la tecnología de la vanguardia. Tenemos mucho que aprender de la historia, de la prueba y error de miles de años practicada por los que nos precedieron para que el sustento, además, nos supiera rico. En este tiempo un tanto desnortado, las conexiones con lo sustancial, las raíces, nos sirven para encontrarle sentido a lo que hacemos, a la vida, dicho con palabras más grandes. Hoy más que nunca la aportación cultural y puramente social de la cocina, la que nos habla de otras personas que estuvieron aquí antes que nosotros, nos protege de algunos de los males que nos acechan a consecuencia de los estilos de vida que nos ha impuesto la sociedad posmoderna y globalizada. Ya saben, esa en la que todo está tan cerca y al tiempo todo tan lejos, intangible, tan ajeno.