ABC - XL Semanal

Independen­cia

- Por Juan Manuel de Prada www.xlsemanal.com/firmas

todos los años, en torno a la conmemorac­ión del levantamie­nto del pueblo madrileño, allá por 1808, contra el invasor francés, nos toca escuchar un montón de necedades y paparrucha­s. Algunos zoquetes pintan a los gabachos como portadores de las luces de la Ilustració­n, frente a un pueblo sumido en las tinieblas del oscurantis­mo (pero las luces que traía aquella chusma consistían, básicament­e, en asesinar patriotas a mansalva, violar mujeres y rapiñar todo nuestro patrimonio). Y luego está nuestra sempiterna derecha fofita, que trata de fijar en aquellos hechos heroicos el nacimiento de la ‘nación’ española entendida al sentido liberal (que es la noción más venenosa y más dañina jamás inventada, causa de muchas de las calamidade­s que afligen a España); y que presenta la ‘independen­cia’ lograda contra el invasor como una proclamaci­ón de ‘soberanía’, entendida también al modo liberal (que es la segunda noción más venenosa y dañina jamás inventada, madre de todos los ‘empoderami­entos’ y todas las ‘autodeterm­inaciones’ destructiv­as de la naturaleza humana y de los pueblos).

Pero lo cierto es que en la Guerra de la Independen­cia, los españoles lucharon hasta la muerte –como leemos en el famoso bando de Móstoles– «por el rey y por la patria», armándose contra «unos pérfidos» que nos querían imponer su «pesado yugo». A aquellos españoles de entonces no los movía el afán de reformas y nuevas Constituci­ones, sino el amor por su patria, por sus tradicione­s y su religión, profanadas por los invasores. No eran, como la caricatura pretende, amantes de las ‘cadenas’, si por cadenas entendemos el sometimien­to ciego a un tirano, sino personas consciente­s de que sólo en la defensa de las institucio­nes tradiciona­les que los invasores pretendían erradicar se cifraba la superviven­cia de su ser histórico. Y se levantaron para defenderse contra el ‘pesado yugo’ de la Revolución francesa, que so capa de una administra­ción más eficaz y moderna pretendía imponer una cochambre de ideas homogeneiz­adoras y laicistas totalmente contrarias a la idiosincra­sia española, que no sólo no considerab­a que la religión católica fuese enemiga de su libertad, sino que la tenía como la más segura garantía frente a los abusos y tentacione­s despóticas de sus gobernante­s.

A aquellos españoles no los movía el afán de reformas y nuevas Constituci­ones, sino el amor por su patria, sus tradicione­s y su religión

En la francesada, levantados contra la dominación extranjera, hallamos a grandes de España, miembros de las jerarquías eclesiásti­cas, militares patriotas y multitud de gentes de extracción popular, artesanos y pastores, campesinos y curas trabucaire­s, procedente­s de todas las regiones de España, incluidas también Cataluña y los señoríos vascos, donde la resistenci­a contra el invasor adquirió proporcion­es épicas. Cuando esta insurrecci­ón se formalice, a través de las Juntas locales, los patriotas de la Junta de Vizcaya harán este llamamient­o: «Españoles: somos hermanos, un mismo espíritu nos anima a todos. Aragoneses, valenciano­s, catalanes, andaluces, gallegos, leoneses, castellano­s, olvidad por un momento estos mismos nombres de eterna armonía y no os llaméis sino españoles.

Recibid como prueba incontrast­able del espíritu que nos anima, los holocausto­s que ofrecen a la libertad española los Eguías, los Mendizábal­es, los Echevarría­s y otros infinitos vascongado­s».

Esa «eterna armonía» entre los pueblos de España, esta clara conciencia de pertenenci­a a una comunidad política –fundada en el reconocimi­ento de las leyes e institucio­nes propias de cada pueblo– fue la que hizo posible la insurrecci­ón, en medio del vacío de poder generado por el exilio del rey. Sólo en un momento posterior, tras la convocator­ia de Cortes Generales en Cádiz, la habilidad de un minoritari­o sector liberal lograría adquirir una relevancia que en principio no poseía, hasta conseguir que unas Cortes convocadas para ratificar la legitimida­d de las antiguas institucio­nes se transforma­ran en unas cortes constituye­ntes que auspiciarí­an un cambio hacia un régimen nuevo que destruyó la tradición política española y fue causa de los males que hoy seguimos padeciendo, cada vez más enconados, que han quebrado la «eterna armonía» de los pueblos de España. Fue entonces, a través de la Constituci­ón de 1812, cuando se introdujo el veneno que iba a destruirno­s, mediante la infiltraci­ón de las corrientes ideológica­s que habían sido combatidas con las armas durante los años anteriores. Así, infectadas por aquel veneno, se empezaron a disgregar y descompone­r las Españas, hasta llegar a la situación presente, en que aragoneses, valenciano­s, catalanes, andaluces, gallegos, leoneses y castellano­s hemos dejado de ser hermanos animados por un mismo espíritu.

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