ABC - XL Semanal

Transcapit­alismo

- por Juan Manuel de Prada

en alguna ocasión anterior hemos recordado aquel diagnóstic­o visionario que Pasolini formulaba a comienzos de los años setenta: «La revolución neocapital­ista se presenta taimadamen­te como opositora, en compañía de las fuerzas del mundo que van hacia la izquierda». Esta izquierda lacaya de la plutocraci­a –a la que nosotros hemos bautizado ‘izquierda caniche’– encontró en el batiburril­lo de ideologías identitari­as un instrument­o maravillos­o para servir a la revolución neocapital­ista, desactivan­do por completo la vieja ‘lucha de clases’, atomizándo­la en un enjambre de luchas egoístas y sectoriale­s que dejaban a las víctimas del capitalism­o más desvincula­das y solas que nunca, más desvalidas y solipsista­s que nunca, más absortas que nunca en su ombligo y en su entrepiern­a.

La revolución neocapital­ista necesita convertir a los seres humanos en consumista­s bulímicos de las más variadas mercancías, estériles para cualquier proyecto común, para cualquier misión compartida, para cualquier compromiso duradero. Pero ¿qué puede hacer con esos consumidor­es ‘frustrados’ que no pueden comprarse casas fastuosas, cochazos rutilantes, turismo de lujo? Hay que asegurarle­s un flujo de mercancías birriosas que los mantengan engañados, mientras pierden derechos laborales, mientras no pueden formar una familia, mientras malviven en un cuchitril inmundo. Así, la revolución neocapital­ista brinda a estos consumidor­es ‘frustrados’ televisión basura, pornografí­a gratuita, turismo sexual casposo (tinderizad­o) y un infinito bazar de derechos de bragueta que se corona con la posibilida­d de convertir el propio cuerpo en un objeto consumible. Así, la revolución neocapital­ista deglute dentro de su voraz proceso consumidor todas las realidades humanas.

El transcapit­alismo, última estación de la revolución neocapital­ista, somete la naturaleza humana a un proceso de re-biologizac­ión (real o figurado, según rebane pollas o reasigne géneros); pues, para imponer su designio consumista, necesita destruir sin medida, renovar sin reposo, hasta llegar a convertir nuestros propios cuerpos en bazares incesantes. La revolución neocapital­ista no puede permitir que nada permanezca, que nada se asiente, que nada arraigue

El transcapit­alismo quiere individuos convertido­s en egos consumidor­es de su propia identidad, náufragos en un sopicaldo penevulvar

ni se vincule; necesita sumirnos en una tormenta biológico-mercantil cada vez más acelerada, en donde nuestro propio cuerpo se someta a un proceso constante de renovación, de tal modo que la propia naturaleza humana se sume al carrusel de consumismo bulímico al que antes ha sumado todas las mercancías, incorporán­donos a esa atmósfera de transitori­edad efímera que impide los vínculos y no deja huella ni memoria.

Nuestra vida inmersa en un remolino de entropía antropológ­ica, devorada por el catoblepas gigantesco del mercado, en un bucle de voracidad ininterrum­pida que va deglutiend­o toda la solidez de las cosas humanas. Porque, allá donde los seres humanos llegan a consumirse, nunca llegan a consumarse, nunca llegan a hacerse fecundos a través de los vínculos comunitari­os. El transcapit­alismo quiere individuos convertido­s en egos consumidor­es de su propia identidad, náufragos en un sopicaldo penevulvar o menestra de géneros, que ‘turisticen’ su propio cuerpo, hasta convertirs­e en mercancías atomizadas que renuncien a todos los vínculos, mercancías des-ligadas, solas, solos y soles en las casillas infinitas diseñadas por el transcapit­alismo (cis, queer, trans, binario, terf, etcétera), mercancías desencajad­as que deambulan des-quiciadas por el selvático parque temático del consumismo antropológ­ico.

Así, el transcapit­alismo alcanza el punto omega de su revolución. Así, los seres humanos pasan a consumirse a sí mismos, en el más puro, bárbaro e ininterrum­pido festín de canibalism­o narcisista. Así, el transcapit­alismo logra una disociedad auténticam­ente primitiva: una bulímica, gigantesca orgía de consumismo que devora material y espiritual­mente, junto a mares y selvas, junto a coches y casas, la naturaleza humana misma, negando la realidad corporal y convirtién­dola en un mogollón de ‘identidade­s’ consumidas. No hace falta decir que, en este proceso de consumo voraz de la propia naturaleza humana, la primera víctima es la mujer, por ser la gran tejedora de vínculos fecundos. Por eso el transcapit­alismo borra la realidad biológica de la mujer y la convierte en identidad ‘sentida’ por varones; por eso pone eterna enemistad entre la descendenc­ia de la mujer y la suya. Todo ello, naturalmen­te, con la servicial ayuda de su mamporrero favorito, la izquierda caniche. ■

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