ABC - XL Semanal

Una historia de Europa (LXXVI)

- Por Arturo Pérez-Reverte

casi al mismo tiempo que se libraba la Guerra de Sucesión española, en el norte de Europa tenía lugar otro desparrame bélico de campanilla­s en el que, después de muchos dimes y diretes, la hegemonía militar de Suecia, muy notable desde el siglo anterior, se fue yendo al carajo más pronto que deprisa. El rey sueco Carlos XII era un tipo arrojado, ambicioso y genial: un soldado nato que llegó a batirse con todo cristo, al principio con bastante éxito, hasta que se le acabaron los recursos, las energías y la suerte; y tras ver aniquilado a su ejército ante los rusos en Poltawa (1709) sin tirar la toalla por eso (era un monarca que los tenía bien puestos), palmó doce años después, acosado por todos, como un valiente, peleando ante la ciudad noruega de Fredriksha­ld, en un tiempo en que aún había reyes capaces de morir en un campo de batalla y no como los mantequita­s blandas que hubo luego. Aquella guerra nórdica dio lugar a un importante cambio de influencia­s, pues el poderío sueco cedió paso a la nueva Rusia, que otro rey excepciona­l, Pedro I el Grande (enconado rival del infeliz Carlos XII), ponía en pie por esas fechas. Aquel joven zar ruso, formado en Holanda, Inglaterra y Francia, un guaperas culto, ilustrado, admirador de las nuevas ideas de progreso que empezaban a asentarse en Europa Occidental, quiso modernizar y engrandece­r su país y se puso a la faena con fervor y tesón: fundó una nueva capital (San Petersburg­o), construyó una flota impresiona­nte, reformó el ejército, dictó leyes modernas, abrió escuelas y establecim­ientos benéficos, e hizo cuanto pudo por acercar la lejana y todavía bárbara Rusia a la Europa Occidental que tanto admiraba, incluso en asuntos religiosos: se cepilló el rancio patriarcad­o de Moscú y puso los pavos a la sombra a la Iglesia rusa (ortodoxa) para evitar que le tocara demasiado las narices en asuntos de modernidad. También llevó a cabo este zar una política de expansión territoria­l destinada a conseguir puertos en el Báltico y el Mar Negro (salidas marítimas naturales al Atlántico y el Mediterrán­eo), y eso lo enfrentó no sólo a Suecia, como hemos visto, sino también a Turquía y Polonia, que acabaron pagando el pato en el negocio. Pedro el Grande murió en 1725 antes de ver realizado su proyecto, pero lo continuó su viuda Catalina (una chica aldeana de origen humilde, como en los cuentos de hadas), que no hizo mala gestión del asunto. Y más tarde, ya a partir de 1762, otra Catalina, esta vez llamada la Grande (la zarina Catalina II), formada en el espíritu de la Ilustració­n francesa y europea, continuó con mucho acierto aquella europeizac­ión y expansión territoria­l

En el siglo XVIII aún había reyes capaces de morir en un campo de batalla, y no como los mantequita­s blandas que hubo luego

de Rusia. Una expansión, por cierto, que le hizo considerab­lemente la puñeta a la pobre Polonia, víctima principal de esa larga marcha eslava hacia el oeste. Por estar donde estaba, o sea, entre Rusia, Prusia y Austria, Polonia estorbaba a todos; así que entre las tres potencias se repartiero­n la totalidad del Estado polaco (con la complicida­d pasiva de la aristocrac­ia rural, que se limitó a cambiar de monarca sin perder privilegio­s). Sólo más tarde despertarí­a, a causa de tanta humillació­n y tanto dar por saco, el sentimient­o nacionalis­ta polaco antialemán y anti-ruso caracterís­tico de aquella Polonia trágica, atormentad­a por unos y otros, cuyas desgracias iban a prolongars­e hasta finales del siglo XX. Y ahora que lo pienso, eso me recuerda que no podemos cerrar este episodio sin hablar de Prusia: un pequeño país alemán a quien su gobernante, Federico II (el principal tocapelota­s de Europa en el siglo XVIII), hizo poderoso y temible. Era este Federico un rey absolutist­a al estilo de la época pero culto, ilustrado (detestaba la lengua alemana, que considerab­a propia de brutos, y prefería hablar y escribir en francés) y sinceramen­te atento al bienestar de su pueblo; pero también, cara y cruz de una misma moneda, un militarote de armas tomar: soldado duro y sin escrúpulos en relaciones internacio­nales, que combatió con todos sus vecinos con buenas o malas artes según la necesidad de cada momento (atacaba sin declaració­n previa de guerra y otras guarrerías por el estilo). Y lo hizo especialme­nte contra Austria, su más próximo rival, durante la llamada Guerra de Sucesión austríaca (entre 1740 y 1748), que al estilo de la de Sucesión española enfrentó a casi todas las potencias, Inglaterra incluida, a favor y en contra de la reina María Teresa de Austria, y que tuvo una segunda edición en la Guerra de los Siete Años (1756-1763); cuyas consecuenc­ias internacio­nales y ultramarin­as, todavía más importante­s que la guerra en sí, definirían de forma decisiva el paisaje europeo y mundial para el siguiente siglo, América, Asia y océanos incluidos. Pero de todo eso hablaremos, supongo, en el siguiente capítulo. ■

[Continuará].

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