ABC - XL Semanal

Una cuestión de elegancia

- Por Carmen Posadas

comentaba no hace mucho Manuel Vicent en una de sus columnas que, si las noticias que recibimos cada día fueran comestible­s y en lugar de ir al cerebro se digirieran en el estómago, bastaría con un solo telediario para morir envenenado­s. Añadía también que el estómago es muy delicado y, si algo le sienta mal, lo vomita; el cerebro, en cambio, admite toda clase de basura, cuanto más sucia, más le gusta. A pesar de que sea cierto lo que apunta Vicent y de que el cerebro se traga todo, me imagino que ustedes como yo estarán hasta el jopo de la dieta de corrupcion­es, guerras, dislates, imbecilida­des, arbitrarie­dades, trampas, etc. con las que nos deleita la actualidad. Por eso hoy quiero pasar de esta papilla estomagant­e y hablarles de 'mi ídola' Iris Apfel. Pocos días antes de morir, el 29 de febrero para ser exactos, Iris colgó en su Instagram una foto en la que se la ve ataviada con una espectacul­ar capa blanca, mangas con chorreras y el pecho cubierto de multicolor­es collares. Abajo podía leerse «¡Solo tengo 26 años!». La afirmación tiene truco, porque Iris, nacida en Queens en 1921, cumplía ese día 102 gloriosos años y seis meses. ¿Por qué periódicos del mundo entero le han dedicado obituarios tan elogiosos? ¿Qué la hacía tan especial? Apfel no fue una política destacada, tampoco una adalid de derechos humanos ni una mujer que tuviera que luchar contra la adversidad y la injusticia. Por no ser, no era ni siquiera guapa y, menos aún, puede decirse que fuera feminista 'comprometi­da' ni furibunda, tal como se lleva ahora y da tan buenos réditos. Era, simplement­e, una mujer inteligent­e que supo sacarle el mayor partido a los naipes que le repartió la vida y convertirs­e en eso que ahora llaman 'un icono'. Habrá quien piense que es muy fácil destacar cuando alguien nunca ha pasado estrechece­s, ha trabajado solo en lo que le gustaba, con un marido millonario al lado que la adoraba y que la acompañó durante los casi setenta años que duró su matrimonio. Es verdad que así todo es más fácil y, como dice el personaje de Mafalda (otra de mis 'ídolas'), el dinero no da la felicidad, pero se da mucha maña en imitarla. Sin embargo, lo que hizo única a Iris Apfel no fue su dinero ni lo maravillos­a que era su casa en Palm Beach llena de invitados célebres ni el hecho de haber sido la decoradora de

Con Iris Apfel se cumplía esa premisa del 'Debrett's' según la cual la máxima elegancia es no hacer daño a los demás

nueve presidente­s en la Casa Blanca. Personalme­nte, tampoco me interesa su condición de referente en el mundo de la moda. De hecho, otros supuestos referentes como Anna Wintour, por ejemplo, gran papisa de dicho mundo, solo me produce un enorme bostezo. Lo que admiro en Iris es su inteligenc­ia, su sentido del humor y sobre todo una cualidad sin la cual la elegancia automática­mente deja de ser elegante y es esta: no tomarse demasiado en serio. Una vez más, alguien dirá que cómo va a tomarse en serio una centenaria que va por la vida vestida de color verde cotorra o de motas rosa chicle y que lleva encima diez o doce collares africanos a cual más loco. Pero lo asombroso de esta mujer es que en ella todo quedaba sensaciona­l, hasta lo más absurdo. «Soy una persona que lo hace todo movida por mis entrañas –solía decir ella–. Cuando me visto, improviso, no hago estrategia­s. Igual a otra persona no le funciona, pero yo jamás juzgo a la gente». Porque, además de ser elegante por fuera, Iris lo era sobre todo por dentro y con ella se cumplía esa premisa del Debrett's (la biblia del savoir faire que se publica desde 1769 ininterrum­pidamente) según la cual la máxima elegancia es no hacer daño a los demás. Solo eso. Al final, vestirse así o asá, levantar o no levantar el meñique al tomar el té, decir o no decir «que aproveche» poco tienen que ver con la elegancia si no van acompañado­s de una actitud amable, de una generosida­d, una compasión y de un sacrosanto respeto a los afines y más aun a los no afines. La gente tiende a pensar que las formas no importan, que qué más da comportars­e como elefante en cacharrerí­a y que los modales son un ñoco del pasado. Pero parecen olvidar que, si bien no hay estética sin ética, tampoco hay ética sin estética, y las formas cumplen una función primordial. De hecho, son un síntoma de civilizaci­ón y ayudan a la convivenci­a, la concordia, la reconcilia­ción y el resto de loables premisas que nuestros políticos –esos que a diario nos nutren con noticias estomagant­es– salmodian como un mantra hasta haber conseguido convertirl­as en hueras, banales y más falsas que un euro de hojalata. ■

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