Del otro lado, la playa
abril, el mes más cruel, genera lilas en la tierra muerta…». Este inicio del poema de T. S. Eliot me ha intrigado siempre: nací en abril y, no sé si por autosugestión o profecía autocumplida, no es un mes que me guste especialmente. A ese momento ingrato de repaso de vida que supone un cumpleaños se añade la conjunción astral, que normalmente es chunga, según los que creen en estas cosas, y las astenias y alergias primaverales, que afectan cada vez a más gente (y no sólo a los que cumplimos años). El poema de Eliot parece referirse a las falsas promesas de renovación que nos da la primavera. Justo cuando creemos que todo va a florecer, una tormenta o un granizo intempestivo viene a arruinar la cosa para recordarnos que nunca debemos prometérnoslas demasiado felices. O igual quiere decir otra cosa, con los poemas nunca se puede estar segura; esa es parte de su magia y la razón por la que los límites entre lo sublime y lo ridículo en ellos, a veces, son difíciles de discernir. Creo que uno de los poemas más bonitos que recuerdo no es un poema, sino una instalación de Agnès Varda: El tríptico de Noirmoutier, que se inauguró con motivo de la apertura de la Fundación Cartier en París.
En primer lugar, Agnès pensó en la luz que reinaba en este edificio construido por Jean Nouvel, transparente y abierto al jardín circundante. Luego imaginó un espacio, una isla. Es difícil llegar a una isla. Hay que coger barcos, esperarlos. Una isla lo vale. Agnès diseñó un sistema que permitiera a cada espectador tener la sensación de 'merecerse' el recorrido por la exposición. Recuerda la época en la que, antes de la construcción del puente de Noirmoutier, había que esperar a que bajara la marea para llegar a la isla, por el Passage du Gois. Agnès entonces instala una barrera y luego, para simular la carretera sumergible que conecta la isla y el continente, proyecta sobre una cortina translúcida un vídeo que representaba el mar subiendo y bajando. Los espectadores sólo podían entrar durante la marea baja, cada veinte minutos. En esta instalación, las condiciones de un cruce –en todos los sentidos del término: cruce de apariencias, cruce geográfico, cruce psíquico hacia lo desconocido– se sugieren desde los primeros minutos. Por tanto, cada uno de nosotros entraba en el mundo de Varda bajo su propia responsabilidad, y ella, como una guía del lugar, nos llevaba a descubrir los paisajes de su isla, nos contaba su geografía íntima, nos invitaba a ver una nueva versión de Las viudas de Noirmoutier, viudas todas vestidas de negro que daban vueltas alrededor de una mesa colocada frente al mar, se alejaban de ella y regresaban, como si estuvieran ejecutando una especie de danza de la muerte al son de una banda sonora de olas rompiendo y algunas notas de violín. Entre este coro de mujeres de negro, estaba Agnès sentada con una silla azul vacía al lado. Recuerdo otras estancias de esa exposición:
La cabaña del fracaso, una cabaña de vidrio en la que colgaban diferentes trozos de celuloide de sus películas, una mesa de ping-pong rodeada de colchones inflables, unos girasoles que remitían a su película Le bonheur y, sin embargo, es la imagen de esas viudas de marineros de Noirmoutier, una playa que ella adoraba, y el hecho de esperar la marea para poder acceder a la instalación lo que mejor recuerdo. Y un poema que esas viudas repetían con un coro de olas de mar rompiendo en la orilla: «Del otro lado del mundo tumultuoso, lleno de injusticias, guerras y catástrofes, está la playa». ■
Es difícil llegar a una isla. Hay que coger barcos, esperarlos. Una isla lo vale