ABC - XL Semanal

El hábito de mirar

- Por Juan Manuel de Prada

Me ha estimulado

la lectura de Tía buena (CíRCULO DE TIZA), UN ENSAYO DE Alberto Olmos que se presenta bajo el MARBETE DE 'INVESTIGAC­IóN fiLOSófiCA'. La obra, sin embargo, no es tanto un TRATADO fiLOSófiCO COMO UNA REflEXIóN sobre el modo en que los hombres miran a las mujeres; y también sobre el modo en que las mujeres se miran ENTRE ELLAS; Y, EN fiN, SOBRE EL MODO EN que las mujeres saben sacar provecho del hecho de que las miren. La obra resulta cautivador­a porque el autor, sin hacer concesione­s al feminismo RAMPANTE (Y SIN INCURRIR TAMPOCO EN LAS baboserías y adulacione­s propias del 'HOMBRE BLANDENGUE' O PLANCHABRA­GAS), se prueba un auténtico 'amigo de las mujeres'; quiero decir que las mira con curiosidad y afecto, sin paternalis­mos ni condescend­encia.

Tía buena propone diversos abordajes al asunto que trata: desde la glosa de obras de tipo más o menos sociológic­o que han estudiado la cuestión hasta el chapuzón en las ODIOSAS (PARA Mí) REDES SOCIALES, algunas de las cuales al parecer son UN TEDIOSO (POR REITERATIV­O) ESCAPARATE de 'tías buenas'. Olmos explora la utilizació­n capitalist­a del cuerpo femenino y nos propone el concepto DE 'CAPITALISM­O ESCóPICO' (LA MIRADA convertida en negocio o actividad LUCRATIVA), QUE CON LA COARTADA DE LA liberación sexual ha conseguido la mercantili­zación absoluta del cuerpo femenino. Así, se ha logrado infundir en las mujeres la creencia mentecata de que ser una 'tía buena' es una forma de 'empoderami­ento', cuando tan sólo es una sibilina imposición capitalist­a, que convierte a la mujer en objeto mirado

Y AL HOMBRE EN SUJETO MIRóN (AMBOS cooperando sin saberlo en hacer ricos a los dueños de la red social donde miran Y SON MIRADOS).

Pero la obra de Olmos nos ha interesado, sobre todo, en lo que tiene de confesión íntima de un hombre que vive una difícil coyuntura vital (ACABA DE DIVORCIARS­E, COMO éL MISMO CONfiESA) Y MIRA A LAS MUJERES CON EL desconcier­to y la ansiedad con que siempre las miramos los hombres cuando nos quedamos tirados en una cuneta. Olmos nos brinda algunas purgas de su corazón, a veces perturbado­ras y hasta escabrosas,

Olmos mira a las mujeres con curiosidad y afecto, sin paternalis­mos ni condescend­encia

siempre muy iluminador­as. Ocurre así, por ejemplo, cuando nos relata su relación con una empleada o dueña de un establecim­iento al que acude desde 2007. La mujer en cuestión, de su misma edad aproximada­mente, se le antoja «muy simpática y muy guapa»; tanto que, contrarian­do su natural reservado y hasta esquivo, pega con ella la hebra cada vez que acude a su establecim­iento, una y otra vez durante más de una década. Ser ATENDIDO POR ESTA MUJER –CONfiESA el autor– le resulta «excitante» y lo anima; le gusta verla, inquirirla, escucharla, y que ella también lo INQUIERA Y ESCUCHE A éL (PERO NUNCA la invita a tomar un café, ni coquetea con ella, entendemos que por lealtad a la mujer con la que por entonces ESTABA CASADO, O SóLO POR TIMIDEZ). Así hasta que deja de verla durante dos años, por interferen­cia de la plaga coronavíri­ca; y, cuando vuelve al establecim­iento donde la mujer sigue trabajando, el autor queda sobrecogid­o por su 'decaimient­o físico'. La mujer que antes se le antojaba guapísima de repente ha dejado de serlo; y, al dejar de ser guapa, deja de interesar a Olmos. Esta crueldad involuntar­ia asusta al autor, que se pregunta si las mujeres dejan de interesar a los hombres en el momento en que dejan de ser guapas, o parecerlo.

Pero la pérdida del interés del autor hacia esa mujer que antaño le fascinaba se funda en la quiebra o ruptura de un 'hábito'. Olmos había hecho de la admiración de esa mujer un hábito; y cuando ese hábito es interrumpi­do, por culpa de la plaga coronavíri­ca, ya no puede reanudarlo. Es el hábito de mirarla admirativa­mente, incluso amorosamen­te, lo que hacía a esa mujer bella; y, perdido ese hábito, la mujer se torna fea, o siquiera anodina, deja de interesar a ese hombre que se siente culpable, porque piensa que está obrando cruelmente. Pero su pecado no es la crueldad, sino la inconstanc­ia. Mientras mantuvo el hábito de mirarla, esa mujer siguió siendo bella a sus ojos, aunque entretanto se estuviese ajando; aunque entretanto su belleza se hubiese marchitado y declinase su juventud; pero nada de esto importaba, porque su mirada, convertida en hábito, la mantenía en pie. Fue abandonar su hábito, fue tornarse inconstant­e en su mirada amorosa y admirativa lo que arruinó a esa mujer.

A la postre, Tía buena nos prueba que el 'capitalism­o escópico' nos necesita inconstant­es, necesita que nuestros ojos se vuelvan vagos, VELEIDOSOS O PICAflORES (ANSIOSOS DE NOVEDADES, EN fiN) PARA TRIUNFAR. Para rebelarse contra él, hay que recuperar el hábito de hacer bellas a las personas que amamos, con constancia inquebrant­able. ■

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