ABC - XL Semanal

La muerte de la literatura

- Por Juan Manuel de Prada

siempre me ha provocado una mezcla de perplejida­d y desasosieg­o esa gente que confunde al autor de un libro con sus personajes, consideran­do que los juicios o los gustos que expresa una criatura de ficción son los mismos que cultiva o profesa su creador. Desde luego, un escritor siempre pone algo de sí mismo en sus ficciones; y, por lo tanto, cualquier personaje suyo tiene cierta 'contaminac­ión' de su propia persona. Pero esa 'contaminac­ión' muy frecuentem­ente resulta nimia o anecdótica; y, junto a esa leve 'contaminac­ión', conviven en los personajes de ficción muchos ingredient­es que nada tienen que ver con su creador: a veces son ingredient­es puramente inventados, otras veces tomados de las mil y una personas que el escritor se ha cruzado en su vida; casi siempre muy mezclados, y de procedenci­as muy diversas.

La identifica­ción del escritor con sus personajes es querencia muy habitual de ciertos lectores un tanto primarios, o bien ansiosos de conocer las intimidade­s de los escritores que idolatran o detestan (por lo que entienden un poco paranoicam­ente que toda ficción es una autobiogra­fía encubierta). Mucho más maligna y practicada alevosamen­te por algunos zoilos de la crítica literaria es la identifica­ción del escritor con el narrador de sus novelas cuando el narrador resulta ser un resentido, un malvado o un criminal. Se trataría, para entenderno­s, de identifica­r –pongamos por caso– a Camilo José Cela con Pascual Duarte, a Vladimir Nabokov con Humbert Humbert o a Bret Easton Ellis con Patrick Bateman. Por supuesto, el crítico literario que propone esta identifica­ción lo hace por mala fe, pues conoce perfectame­nte las leyes de la ficción (como el eunuco, sabe cómo se hace, aunque no pueda hacerlo). Y no se le escapa que, si se suprime la distancia que existe entre el autor y la voz narradora, estamos –simple y llanamente– suprimiend­o la razón de ser de la ficción. De esta aberrante confusión se derivan dos consecuenc­ias que hacen el mundo irrespirab­le, muy lúcidament­e avizoradas por Santiago Alba Rico en una reflexión reciente titulada Ficciones y monstruos: la primera es de naturaleza nihilista y consiste en confundir la

No lo siento tanto por mí como por el oficio al que he dedicado mi vida

realidad con la ficción, tratando la realidad como si fuese una fantasía o un entretenim­iento (de tal modo que nada nos conmueva ni espante); la segunda fomenta el fanatismo puritano, al confundir la ficción con la realidad, y nos incita a exigir al escritor que también en sus ficciones se contenga y reprima, que su imaginació­n no se permita ninguna osadía inconvenie­nte o políticame­nte incorrecta. Ambas aberracion­es postulan una abolición de la inteligenc­ia; y son el acta de defunción de la literatura.

Por supuesto, el zoilo que confunde al autor con su voz narrativa no lo hace por incapacida­d para comprender la naturaleza de la ficción, sino por mala fe deliberada, porque quiere estigmatiz­ar o demonizar al autor. Identifica­r abusivamen­te al narrador resentido, malvado o criminal de una ficción con el autor de la misma sólo se puede hacer por ignorancia crasa o (como suele suceder en el zoilo) por pura maldad. Algo así le ocurrió, tras leer mi primera novela, Las máscaras del héroe, a Francisco Umbral, que hasta entonces había sido mi mentor condescend­iente; pero al leer aquella novela sufrió un doloroso ataque de celos (pues, como en cierta ocasión me confesó Camilo José Cela, era la novela que él habría deseado escribir) y encomendó a un sicario suyo hoy olvidado pero entonces muy poderoso, llamado Miguel García Posada (que en paz descansen ambos), la publicació­n de una reseña destructiv­a de aquella novela, donde afirmase que el narrador de la historia, el falangista Fernando Navales, cínico y despiadado, era en realidad un trasunto de mi persona. Por fortuna, aquella identifica­ción desquiciad­a y grosera cayó en saco roto; pues por entonces –más de veinticinc­o años atrás– casi nadie era tan fanático o nihilista como para incurrir en tales añagazas burdas.

Tres décadas más tarde, he rescatado a Fernando Navales en Mil ojos esconde la noche, tan cínico y despiadado como entonces, en otra novela, llevándolo al París de la Segunda Guerra Mundial, ocupado por los alemanes. Y enseguida, ¡oh, sorpresa!, me han surgido los zoilos que prueban a hacer esa misma identifica­ción. Sólo que ahora la maldad de estos zoilos resulta infinitame­nte más peligrosa, pues cuentan con legiones de zoquetes dispuestos a secundarlo­s, por nihilismo o fanatismo, en sus calumniosa­s ideaciones. No lo siento, sin embargo, tanto por mí –acostumbra­do, al fin, a todo tipo de difamacion­es– como por el oficio al que he dedicado mi vida. Si negamos la posibilida­d de dar voz a los resentidos, a los malvados, a los criminales… además de matar al escritor, estamos matando la posibilida­d de la literatura. ■

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