La muerte de la literatura
siempre me ha provocado una mezcla de perplejidad y desasosiego esa gente que confunde al autor de un libro con sus personajes, considerando que los juicios o los gustos que expresa una criatura de ficción son los mismos que cultiva o profesa su creador. Desde luego, un escritor siempre pone algo de sí mismo en sus ficciones; y, por lo tanto, cualquier personaje suyo tiene cierta 'contaminación' de su propia persona. Pero esa 'contaminación' muy frecuentemente resulta nimia o anecdótica; y, junto a esa leve 'contaminación', conviven en los personajes de ficción muchos ingredientes que nada tienen que ver con su creador: a veces son ingredientes puramente inventados, otras veces tomados de las mil y una personas que el escritor se ha cruzado en su vida; casi siempre muy mezclados, y de procedencias muy diversas.
La identificación del escritor con sus personajes es querencia muy habitual de ciertos lectores un tanto primarios, o bien ansiosos de conocer las intimidades de los escritores que idolatran o detestan (por lo que entienden un poco paranoicamente que toda ficción es una autobiografía encubierta). Mucho más maligna y practicada alevosamente por algunos zoilos de la crítica literaria es la identificación del escritor con el narrador de sus novelas cuando el narrador resulta ser un resentido, un malvado o un criminal. Se trataría, para entendernos, de identificar –pongamos por caso– a Camilo José Cela con Pascual Duarte, a Vladimir Nabokov con Humbert Humbert o a Bret Easton Ellis con Patrick Bateman. Por supuesto, el crítico literario que propone esta identificación lo hace por mala fe, pues conoce perfectamente las leyes de la ficción (como el eunuco, sabe cómo se hace, aunque no pueda hacerlo). Y no se le escapa que, si se suprime la distancia que existe entre el autor y la voz narradora, estamos –simple y llanamente– suprimiendo la razón de ser de la ficción. De esta aberrante confusión se derivan dos consecuencias que hacen el mundo irrespirable, muy lúcidamente avizoradas por Santiago Alba Rico en una reflexión reciente titulada Ficciones y monstruos: la primera es de naturaleza nihilista y consiste en confundir la
No lo siento tanto por mí como por el oficio al que he dedicado mi vida
realidad con la ficción, tratando la realidad como si fuese una fantasía o un entretenimiento (de tal modo que nada nos conmueva ni espante); la segunda fomenta el fanatismo puritano, al confundir la ficción con la realidad, y nos incita a exigir al escritor que también en sus ficciones se contenga y reprima, que su imaginación no se permita ninguna osadía inconveniente o políticamente incorrecta. Ambas aberraciones postulan una abolición de la inteligencia; y son el acta de defunción de la literatura.
Por supuesto, el zoilo que confunde al autor con su voz narrativa no lo hace por incapacidad para comprender la naturaleza de la ficción, sino por mala fe deliberada, porque quiere estigmatizar o demonizar al autor. Identificar abusivamente al narrador resentido, malvado o criminal de una ficción con el autor de la misma sólo se puede hacer por ignorancia crasa o (como suele suceder en el zoilo) por pura maldad. Algo así le ocurrió, tras leer mi primera novela, Las máscaras del héroe, a Francisco Umbral, que hasta entonces había sido mi mentor condescendiente; pero al leer aquella novela sufrió un doloroso ataque de celos (pues, como en cierta ocasión me confesó Camilo José Cela, era la novela que él habría deseado escribir) y encomendó a un sicario suyo hoy olvidado pero entonces muy poderoso, llamado Miguel García Posada (que en paz descansen ambos), la publicación de una reseña destructiva de aquella novela, donde afirmase que el narrador de la historia, el falangista Fernando Navales, cínico y despiadado, era en realidad un trasunto de mi persona. Por fortuna, aquella identificación desquiciada y grosera cayó en saco roto; pues por entonces –más de veinticinco años atrás– casi nadie era tan fanático o nihilista como para incurrir en tales añagazas burdas.
Tres décadas más tarde, he rescatado a Fernando Navales en Mil ojos esconde la noche, tan cínico y despiadado como entonces, en otra novela, llevándolo al París de la Segunda Guerra Mundial, ocupado por los alemanes. Y enseguida, ¡oh, sorpresa!, me han surgido los zoilos que prueban a hacer esa misma identificación. Sólo que ahora la maldad de estos zoilos resulta infinitamente más peligrosa, pues cuentan con legiones de zoquetes dispuestos a secundarlos, por nihilismo o fanatismo, en sus calumniosas ideaciones. No lo siento, sin embargo, tanto por mí –acostumbrado, al fin, a todo tipo de difamaciones– como por el oficio al que he dedicado mi vida. Si negamos la posibilidad de dar voz a los resentidos, a los malvados, a los criminales… además de matar al escritor, estamos matando la posibilidad de la literatura. ■