Muyad DISEÑO
u padre era un profesor de guardería chileno y su madre, una trabajadora social de Estocolmo, pero Anton Alvarez, que a pesar del nombre es tan sueco como las albóndigas de Ikea, se hizo grafitero con 16 años. Dice que la culpa la tuvieron sus amigos y una creatividad imparable que se desató pintando paredes en la ciudad del Nobel, donde todavía hoy reside. “Fue un buen comienzo. Te autoeducas, te implicas al 110%. El street art, además, tiene conexión con la artesanía porque el conocimiento pasa de generación en generación de forma oral”, nos explica en Madrid, donde ha venido a exponer a la galería Machado-muñoz. Quizá por eso su siguiente movimiento de tablero fue la ebanistería. “Era importante encontrar una aplicación a mis desvaríos mentales, necesitaba que mis ideas se pudieran construir y vender”, dice. Más tarde decidió probar con el design y se mudó a Londres para licenciarse en el Royal College of Arts. “Mi obra es una mezcla de mi pasado: grafitis, muebles, diseño... Todo me inspira y tiene un reflejo en lo que hago”. Y lo que hace es inventarse máquinas entre tecnológicas y artesanales que crean piezas únicas, en las que el color es clave. Su Thread Wrapping Machine fue un bombazo que llegó en 2012. Con ella envuelve trozos de madera en hilos de tonos vivos para construir sillas, lámparas, mesas y pequeñas arquitecturas con una forma aleatoria que galerías prestigiosas como la londinense Libby Sellers e instituciones como el Design Museum o el Victoria & Albert exponen y que se han convertido en objeto de colección. “Me interesa proyectar herramientas que produzcan muebles, así puedo concebir mundos propios y hacer en ellos lo que quiero. El color y sus mil combinaciones son fundamentales en mi trabajo. Lo monocromo me aburre”. Por ello ahora anda empeñado en añadir pigmentos a la Extruder, un nuevo aparato que produce por extrusión retorcidas esculturas de cerámica. Anton, al igual que los surrealistas, huye de la racionalidad y cree en la búsqueda inconsciente y en la inspiración no intencionada. “Si imagino algo con mucha intensidad ya existe en mi cabeza, no me motiva. Prefiero que las cosas nazcan de mis manos y me sorprendan”, remata. In search of the unkown. Hasta el 2 de enero en Machado-muñoz, Madrid. www.antonalvarez.com
ellos en su ciudad natal. El catalán buscó la manera de humanizar la profesión, huyendo de fórmulas preestablecidas y convirtiendo cada proyecto en una fuente de experimentación. Fue un hombre recto, tan fiel a sus principios que, incluso, llegó a enfrentarse a la burocracia de la dictadura: “En una ocasión , le propinó un bofetada al corrupto arquitecto municipal de Barcelona porque le había hecho unos cambios en uno de sus trabajos”, recuerda Elina Vilá, encargada de la investigación del libro Recordando a Coderch cuya publicación ultima Minim (en 2014, la tienda de mobiliario de diseño ya produjo un documental con el mismo título). Vilá recoge en sus páginas los pormenores de La Herencia, unas viviendas flexibles que no llegaron a construirse, capaces de crecer o disminuir según las necesidades de la familia y a cuyos planos se les había perdido la pista hace tiempo. Al parecer, Coderch los habría entregado al industrial y mecenas Juan Huarte Beaumont en abril de 1984, siete meses antes de su muerte. Fue la última aportación tras una prolífera vida llena de innovación, en la que fue capaz de cambiar la imagen de la ciudad con elementos pensados para mejorar la vida interior. Es el caso de sus características persianas de librillo, que fabricaría con Llambí, para regular la luz y preservabar la intimidad. Con ellos mismos produciría su reconocida y premiada lámpara de madera Disa (1957), reeditada hoy por Tunds. Un clásico totalmente universal.