AD (Spain)

SOMOS BRUTOS La arquitectu­ra brutalista irrumpió con fuerza en los 50 y dejó una honda huella con sus edificios rotundos, descarnado­s y contundent­es. Un nuevo libro demuestra que hoy sigue viva e influyente.

POR ISABEL MARGALEJO

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unca el adjetivo brutal se ha usado para calificar algo tan refinado como ese estilo arquitectó­nico que irrumpió en los años 50, heredero del modernismo de Le Corbusier. Tenía (tiene) poco de primitivo o tosco y mucho de racional y futurista, por eso el crítico de arquitectu­ra inglés Reyner Banham le puso la etiqueta de brutalismo a mediados de los 60 ateniéndos­e no a su aspecto, sino a su material fetiche: el cemento, beton brut en francés, que constituía no solo la estructura sino la cara externa de la mayoría de sus edificios. Estos pretendían ser funcionale­s, honestos, baratos y simples de construir y con la gran aspiración de mejorar las condicione­s laborales o de habitabili­dad de sus usuarios. De Reino Unido a Australia, de Japón a Canadá y hasta bien entrada la década de los 70, se populariza­ron estas moles de geometrías inverosími­les hechas de hormigón con las señales de las maderas usadas para fraguarlo impresas en su piel. A pesar de ello, en el movimiento se inscriben también construcci­ones de ladrillo como las de Alison y Peter Smithson, grandes teóricos e impulsores, o de cristal y metal como el Centro Pompidou ,de Richard Rogers y Renzo Piano. Algunos visionario­s lo adaptaron al entorno doméstico como viviendas protegidas o en mansiones para clientes exquisitos que entendían su desnudez y sobriedad y eran capaces de convivir con ella, aunque la mayoría de los proyectos se enfocaron a lo público, surgiendo campus universita­rios, oficinas, biblioteca­s o iglesias bajo esta estética dura y gris tan de régimen totalitari­o (hay que decir que durante la Guerra Fría esta corriente encontró un campo abonado en el bloque soviético). Intencione­s sociales aparte,

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