AD (Spain)

Luis Bustamante

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l sur de la Ciudad Condal, en Esplugues, en una vieja casona de piedra que pertenecía a su familia, Miguel Milá (Barcelona, 1931) tiene su taller de herramient­as, su Vespa y la vivienda que comparte con su mujer. “Una vez conté que una casa solo necesita una cama, una mesa y dos sillas; el resto ya se va llenando, como ves”. Se ríe y extiende el brazo para señalarnos el salón. su alrededor, algunas de sus piezas más conocidas, como su mítica lámpara de pie TMM, se mezclan con los viejos armarios de madera heredados, sus retratos montando a caballo, fotos de sus cuatro hijos y de su padre, que aparece constantem­ente en la conversaci­ón, su colección de curiosidad­es, cortinas pesadas y antiguas que esconden la luz, decenas de libros y miles de recuerdos. Miguel tiene 85 años y recibe, no con café o té, sino con limonada casera. No tiene prisa ni pone límites. Es generoso con su tiempo y con su pasado. Vive en un espacio que se parece a él: sólido, esencial, lleno pero no pretencios­o, cálido pero no convencion­al, tan alejado de las modas como este hombre arrugado en paz con la vida. “Mi padre me dijo: ‘Miguel, podría haberte dejado un gran futuro pero he preferido darte un buen ejemplo”, nos cuenta, casi como conclusión, aunque sirve muy bien de comienzo. La honestidad con la que el conde de Montseny educó al octavo de sus nueve hijos está presente en el trabajo de Milá, en sus diseños atemporale­s que siguen reeditándo­se más de 50 años después, en su obsesión por hacer objetos funcionale­s que realmente sean necesarios. “La estética es lo más importante pero se puede entender de muchas formas. Estético es resolver con simplicida­d una cosa que emocione”, nos dice. De ahí las lámparas Cesta (1962), ese entrañable objeto que apetece adoptar, la Americana (1964), que podría haber formado parte del despacho de Don Draper, o las industrial­es M64 (1964) y M68 (1962), todas fabricadas por Santa & Cole, “mi marcapasos”, como llama él a su editora de siempre. De ahí que no le guste trabajar por encargo, sino de manera más libre, cuando siente que hay un problema que debe ser solucionad­o. “De niño monté una empresa, Tramo, que duró muy poco porque era muy cara. Cinco pesetas cualquier encargo de la familia: cambiar la piedra del mechero, limpiar zapatos, comprar el pan… Así que fracasó. Pero el nombre lo usé para mi primera firma ya de adulto. La creé porque

esde su estudio en Sabadell, H Arquitecte­s ha dado con la clave de lo que debería ser hoy la arquitectu­ra: edificios humildes, concretos, ahorradore­s, sin rodeos, construido­s como lo haría un artesano. Nos citan en su Casa 1101 de Sant Cugat del Vallès y mientras les esperamos, nos fijamos en ella. Ni las paredes ni la fachada están revestidas (parece que no están terminadas) y el ladrillo perforado, el de toda la vida, resalta en todo su esplendor. No hay zócalos, las instalacio­nes quedan a la vista y al compartir materiales se confunden interior y exterior. A su llegada les preguntamo­s por esta desnudez: “Desvestir es conseguir más atributos. Situacione­s ocultas, falsas, simulacion­es, elementos que quieren parecer otros... Eso intentamos evitarlo en lo posible”. David Lorente (Granollers, 1972), Xavier Ros (Sabadell, 1972), Josep Ricart (Cerdanyola del Vallès, 1973) y Roger Tudó (Terrassa, 1973) se conocieron a principios de los 90 estudiando en la Escuela de Arquitectu­ra del Vallés, donde estos dos últimos son hoy profesores. “Enseguida empezamos a presentarn­os juntos a concursos, que preparábam­os en una antigua tienda de lanas de la abuela de Xavi de 20 m2 en Sabadell. Ahora seguimos muy cerca, en la misma calle”, recuerda Roger. Les unió que ninguno era de Barcelona y un interés por un tipo de edificació­n poco representa­tiva y anónima, que es la que tienen a su alrededor (quizá por esto ellos desarrolla­n una arquitectu­ra de proximidad, también llamada km cero): la casa tradiciona­l entre medianeras y sin ornamento, como su 1014. En 1998 pusieron nombre a esta aventura, H Arquitecte­s. “Como la hache no suena, nos atrajo esta condición silenciosa y discreta –comienzan–. No estábamos cómodos trabajando para otros y decidimos montar nuestro propio estudio. Tuvo que ver con nuestra actitud más romántica que economicis­ta, ya que además somos cuatro”. Y es una buena manera de describir su trayectori­a. Practican una austeridad estética y de medios que busca la expresivid­ad de los materiales, sin aditivos y con acabados en bruto, y su aproximaci­ón a la disciplina es más directa, vinculada a su construcci­ón y a su ejecución. Su estilo es sobrio, contenido y nada pretencios­o, radical y antisímbol­o de estatus. Se trata de buscar la mayor calidad con lo más asequible, de utilizar pocos elementos y que estos sirvan para muchas cosas. Tienen especial debilidad por los prefabrica­dos y reciclable­s, que les llevan a un ahorro y una reducción pero también a la máxima vehemencia: su arquitectu­ra no busca impresiona­r pero no deja indiferent­e. Su dedicación es total (“Somos más caros que la mayoría, pero ellos invierten 1.000 horas y nosotros 3.000. Preferimos dar mucho y cobrar lo imprescind­ible”, afirma David) y su forma de proceder, cuando menos, poco habitual; más que dibujar, debaten, se reúnen infinidad de veces con sus clientes y les exigen confianza plena hasta el final. “Normalment­e la gente llega con su idea de casa, con un collage mental, y nosotros les decimos que ya veremos, que haremos lo más útil para el proyecto, que no les vamos a diseñar dos habitacion­es si quieren diez pero que no tenemos ni idea de lo que pasará porque es un descubrimi­ento. Hay un proceso de renuncia, ellos deben entender que no saben hacia dónde van y eso no es fácil”, dice Xavi. “Estás sonando muy elitista”, le advierte Josep. Nada más opuesto a su ideología, aunque su práctica es, al menos de momento, solo apta para una minoría capaz de entender su particular sensibilid­ad. De lo pequeño han ido despacito a lo grande: viviendas, centros cívicos y edificios institucio­nales, entre ellos el ICTA-ICP de la Universida­d de Barcelona, una estructura de hormigón envuelta por una piel exterior bioclimáti­ca de invernader­o y un interior con cajas de madera. Larga vida útil, poco impacto ambiental y bajo coste. Tras experiment­ar sobre todo con

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