MAESTRO MONEO
Aprendió a ser arquitecto con Sáenz de Oiza, que le ayudó a poner cimientos a los dibujos que hacía desde niño. Rafael Moneo, el primer Premio Pritzker nacional, encara los 80 años con una gran exposición en Madrid.
Con motivo de su gran retrospectiva en el Thyssen, hablamos con Rafael Moneo, nuestro primer Pritzker.
No tiene muy claro que las exposiciones de arquitectura le interesen aunque es el protagonista de una de las más importantes de la primavera en la capital. El Thyssen-bornemisza cumple 25 años y Rafael Moneo (Tudela, 1937), el artífice de la reforma de su sede, el Palacio de Villahermosa, en 1992, no podía negarse. Con el dibujo como gran punto de apoyo, el museo ha tapizado sus paredes con cinco décadas de buena praxis constructiva. Era necesario y largamente esperado. Nos encontramos con Moneo en su estudio en el barrio madrileño de El Viso, muy cerca de la casa en la que vive con su mujer, Belén, desde hace 50 años. Es un espacio sobrio y funcional, completamente él, del que han surgido edificios tan representativos como el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida (19801985), el Kursaal de San Sebastián (1990-1999), la ampliación del Prado en Madrid (2007) o la Catedral de Nuestra Señora de Los Ángeles en California (1996-2002). Todos ellos y muchos más son los culpables de que el navarro fuera nuestro primer Premio Pritzker nacional, allá por 1996. Rafael tiene ocho décadas de vida a las espaldas y es un profesional comedido, clásico, nunca excesivo. Cierra los ojos al hablar o se concentra mirando a un punto indefinido hasta que encuentra las frases exactas para contar lo que quiere contar. Prudencia, mesura, discreción; son algunas de las palabras que podrían definirle, a él y a las construcciones públicas, casi nunca residenciales, con las que ha transformado el urbanismo a sottovoce, sin aspavientos ni grandes puestas en escena. Ha sido profesor tanto tiempo como arquitecto, en Madrid, en Barcelona, en Harvard, en Princeton, y eso se nota en su búsqueda de precisión, en la calma con la que, más que contestar, diserta. La retrospectiva es un repaso de todo lo que este hombre ha hecho en los últimos decenios, que es mucho. Tanto que a veces se siente definido, mimetizado y hasta diluido en sus edificios.
Cuénteme por qué después de tanto tiempo decidió encarar una retrospectiva.
Era una cosa un poco obligada. Nunca me lo había planteado porque no creo que las exposiciones de arquitectura tengan mucho sentido. Aceptando eso, y de acuerdo con el comisario, quise ofrecer a la gente lo que está más próximo a nuestro trabajo, que es el dibujo. La arquitectura es un arte muy mediado, necesita mucho de la aportación de los demás, y solo aparece más directamente la figura del autor en lo que ideamos con papel y lápiz. Así que seleccionamos los bocetos que tenían más interés, que además coinciden en gran parte con los proyectos más importantes, e intentamos ofrecer una visión de la historia de España a lo largo de estas décadas. ¿Cómo es pasear por una muestra sobre usted en un museo que es casi suyo? Extraño. Esta es una exposición que recorre una obra a lo largo de toda una vida, así que llegas a ver tu persona reflejada en las paredes. Al final siento que lo que he hecho da más cuenta de quién soy que yo mismo. Como si la persona hubiera quedado absorbida por la praxis. ¿Su vida la recuerda, de alguna manera, asociada a los proyectos que ha ido eligiendo y realizando? No, pero sí hay una relación íntima y difícil de separar entre las dos cosas. Decía Guillermo Solana, el director del Thyssen, que se ven los préstamos y las influencias de un edificio a otro a lo largo de mi carrera y cómo todo lo que he pensado está concatenado, tiene un mismo tipo de lógica y una cierta unidad. Pero mi memoria está más ligada a las ciudades en las que he residido. La fortuna de sentirme ciudadano de tantos lugares distintos se la debo a la arquitectura y cuando eso ha venido acompañado de obras importantes, ya es lo máximo. Me ha tocado dar clases en Barcelona y he trabajo en Tudela o en Pamplona, donde transcurrió mi infancia, y en San Sebastián, que es una urbe que desde pequeño he visto como el paradigma de la vida urbana. He vivido en Nueva York, he proyectado un laboratorio en Harvard y otro en Princeton, donde fui profesor. Incluso Los Ángeles, que tiene menos que ver conmigo, la siento cercana porque ahí se celebró la ceremonia de los Pritzker. O los países escandinavos, que me han dando
tantas alegrías, el Museo de Arte de Estocolmo, entre ellas. La única carta que me queda por jugar es Roma, todavía no he construido nada allí. Hay un proyecto interesante en Turín, pero tantas veces he estado a punto de hacer algo y al final no ha salido que ya no me fío. Me gustaría muchísimo. Y eso que la capital de Italia fue uno de sus puntos de partida. Le dieron una beca en 1963 para estudiar en la Academia de España en Roma durante dos años y allí que se fue usted recién casado. Sí, y esa estancia fue importante por muchas razones. En ese momento, mis compañeros preferían intentarlo en América, pero a mí Roma me parecía crucial. Es una cultura tan elaborada que la historia del arte no se concibe sin ella. Moverte por esas ciudades abiertas al paso de los siglos fue una experiencia increíble de vivir que no me defraudó. Coincidió con mi viaje de novios, que empezó en Sicilia y, después de un periplo por el Mediterráneo, acabó allí. Además fragüé amistades que se han mantenido durante décadas, como con el escultor Francisco López y su mujer Isabel Quintanilla. El contacto con colegas y teóricos italianos siempre ha estado entre mis prioridades, por ejemplo Aldo Rossi, Paolo Portoghesi, Francesco Dal Co…, son algunos de mis referentes.
justo dos años antes, nada más acabar la carrera, había llamado a la puerta del estudio de Jørn Utzon en Dinamarca, el otro polo geográfico y estético del mundo. Y le dijeron que sí. Mantuve una relación muy buena de amistad mientras colaboraba con él y sobre todo después, porque vivió sus últimos años en Mallorca y tuve la ocasión de verle cada verano. Mi vínculo con Escandinavia está más centrado en ese hombre que en la región, aunque tengo debilidad por Alvar Aalto y Erik Gunnar Asplund. Pero si hablamos de nombres que marcaron su trayectoria, el primero es el de Francisco Javiér Sáenz de Oiza, que le fichó ya en la universidad, en Madrid, a finales de los años 50. Es cierto. Juan Huarte le había encomendado construir el edificio Torres Blancas y Oiza, que no diré que era disperso, aunque algo sí, buscaba ayuda. Fueron tres años en su despacho muy formativos; enseguida me di cuenta de que aprendía más allí que en la escuela. ¿Fue así como conoció a los mecenas navarros Huarte? Sí, a través de Oiza; y gracias a ellos tuve la suerte de llegar a Jorge Oteiza, Eduardo Chillida, Pablo Palazuelo… Los Huarte eran personas entregadas a servir y ayudar a los artistas, y a hacer algo en beneficio de todos. Eran muy bien intencionados. ¿Cómo decidió que lo suyo era esto y no el mundo del arte, al que siempre ha estado vinculado? Seguí un consejo de mi padre. ‘Estudia y podrás seguir dibujando’, me dijo, y me convenció. Así empecé, sin una seguridad temprana ni clara. Fueron los años de la escuela y sobre todo el ejemplo de Sáenz de Oiza, que me ofreció una imagen de lo que podría ser mi vida en esta profesión, los que me convirtieron en lo que soy.
¿De todo lo que quería proyectar en aquellos primeros años, ¿qué es lo que ha conseguido y qué le queda pendiente? Tengo la sensación de que las cosas que me ha interesado decir he podido decirlas. Es verdad que no he tenido en mis manos un rascacielos importantísimo y me hubiera apetecido mucho encontrarme con un proyecto de esas características. O viviendas. Me encantaría haber afrontado el problema de la residencia con mayor intensidad o con más compromiso social, pero tampoco en aquellos tiempos uno se permitía pensar en esos términos. Todo el mundo se va de esta vida con cosas que no ha podido hacer, pero yo, a pesar de todo, me siento muy satisfecho. Estoy contento. Su obra está vinculada a museos, auditorios, bibliotecas, estaciones de tren como la de Atocha, pero también hospitales, ayuntamientos en varias ciudades, bodegas, incluso iglesias. No lo he buscado premeditadamente. Siempre hay un componente de arbitrariedad y de fortuna en la vida. A veces cuando estás tan involucrado en la enseñanza, como ha sido mi caso, es natural que el acceso al trabajo se produzca a través de concursos, de proyectos más elaborados. Pero no me he especializado en exceso, algo que me gusta. ¿Le preocupa que la arquitectura se haya desvirtuado, que primen las individualidades y los edificios espectáculo por encima del bienestar social o planteamientos comunes? Así es. Vivimos en una época en la que la responsabilidad no es compartida. Las últimas escuelas artísticas, por ejemplo, son las de los pintores de Nueva York en los años 50. Ahora identificar a esos grupos sería casi imposible. Parece que el espíritu del tiempo no puede reflejarse en un movimiento. Esos parámetros con los que describimos la revolución que supuso el Renacimiento o más recientemente la Belle Époque ya no existen.
usted busca que sus obras sean lo más imprescindibles posible. ¿Cuáles han cumplido esas expectativas? Es una pregunta difícil. Me gustaría haberlas abordado todas como necesarias. No me atrevería a decir cuáles lo son más, a pesar de que he intentado siempre que lo que hiciera no fuese baladí. Vamos a dejarlo ahí. Todos mis edificios están en uso, algunos con más relieve que otros, y ninguno ha quedado obsoleto. ¿Usted sigue dibujando para pensar? Sí, es fundamental. Lo hacemos desde hace 400 años. Es cierto que los romanos ya conocían el mecanismo de representación de los edificios, pero tenía más que ver con modelos o maquetas. Cuando en el Renacimiento se codifica formalmente el modo en el que se representa la arquitectura, el dibujo se convierte en el vehículo que conduce nuestro pensamiento. Ahora se ha diluido, pero yo soy de la vieja escuela y para mí sigue siendo la clave. ¿Cambiará la arquitectura, modificará la tecnología su profesión? Seguro, y quizá no solo el modo de representar a través del ordenador, sino también la forma de construir. Hay que esperar y ver. Rafael Moneo. Una reflexión teórica desde la profesión. Materiales de archivo 1961-2016. Hasta el 11 de junio de 2017 en el Museo Thyssen-bornemisza. www.museothyssen.org