Puro teatro
Entre vodevil y drama, Cecil Beaton creó la obra perfecta: su propia vida. Y el escenario preferido de amores no correspondidos y pasiones confesables fue ‘Reddish House’, hoy en venta. Bienvenidos al viejo glamour.
La serie Brillos y Ladrillos nos adentra en Reddish House, la glamourosa granja (hoy en venta) del fotógrafo Cecil Beaton a las afueras de Londres.
El culpable fue Cecil Beaton. Él me puso en la pista de la madre del minimalismo, Eugenia Huici de Errázuriz, una acaudalada chilena que terminó sus días como monja seglar arruinada. Eso sí, con hábitos confeccionados por Coco Chanel. Esta mujer se convirtió en una obsesión. Quería, necesitaba, saber más que las pinceladas que de ella da Beaton en su libro, El espejo de la moda (1954), un tratado de estilo de vida de la época escrito por un árbitro de la elegancia. La religiosa se codea en estas páginas con Elsie de Wolfe, Lady Colefax o Christian Bérard. Ahí leí que el dormitorio, casi una celda, de la Duquesa de Lerma en el Hospital de Talavera en Toledo –una estrecha cama con dosel de hierro, unas cortinas bordadas en azul y rojo y poco más– era de un gusto noble. “A su lado, todo lo demás parece frívolo”, escribe el inglés. Esta estancia la replicó en su suite para el Drake Hotel en Nueva York. Este fue su mejor libro. Beaton escribió más de 100 diarios, publicó más de treinta volúmenes y confeccionó decenas de álbumes de recortes y collages.
Beaton reconocía desconocer su oficio. “Me gustaría saberlo –confesó en 1962–. Ha sido mi preocupación durante mucho tiempo. Tardé en encontrar una vocación y me arriesgué en varias direcciones. No diría que aún sepa cuál es”. Tiene 58 años. Ha fotografiado a medio Hollywood. Ha retratado a la Reina Isabel el día de su coronación. Ha ganado un Oscar por Gigi (más tarde llegarían dos más por My Fair Lady). Y no sabe a qué dedicarse. Enumeremos. Primero, los oficios evidentes: fotógrafo, director artístico, escritor, conferenciante, caricaturista (su gran faceta cruel y desconocida). Y, segundo, de los que hizo una profesión: viajante, dandy, socialité y, por sugerencia de Truman Capote, conversador, siempre con un ligero siseo y algo de amaneramiento. Todo ello no llenó al inglés. En el fondo, quería dedicarse al teatro. A eso destinó sus días en Cambridge. Nunca terminó Historia del Arte. Fue un dramaturgo fallido (era verdaderamente malo). Llegó a actuar en El abanico de Lady Windermere de gira por EEUU. También firmaba, por cierto, la aclamada escenografía, pero esto era secundario. En aquel momento estaba construyendo su gran papel, el de aristócrata. Aristócrata inglés, of course. Su vida sería su gran obra y sus casas el mejor escenario. Pasen y vean.
La puesta en escena doméstica fue una herramienta más para este intrépido escalador social. Tuvo varias residencias en Londres y Nueva York pero las que pasarán a la historia son las de la campiña inglesa: Ashcombe (1930-1945) y Reddish House (1947-1980). “Me encanta la libertad que da el campo”, confesó. También fueron un instrumento de seducción. La primera fue para su gran amor, Peter Watson, mecenas de arte –a él le debemos el Institute of Contemporary Arts de Londres–. Nunca sucumbió a los encantos de Beaton. Mientras construía la segunda casa, cambió de acera (o lo intentó) y soñaba con hacer de pareja feliz con Greta Garbo. Se habían conocido
en 1946 y jugaron un extraño juego de cortejo. Solo con el esgrimista estadounidense Kinmont Hoitsma, un Beaton ya sexagenario tuvo lo más parecido a una pareja. Pero él, en cambio, no se mereció un nuevo escenario.
Regresamos al ladrillo. Las dos casas estaban en el condado de Wiltshire, al oeste de Londres. Un orgasmo en verde. Apenas a 25 kilómetros de distancia, dos universos contrapuestos. Ashcombe fue un delirio surrealista. Esta casa georgiana del XVII se llenó de murales hechos a seis manos. Algunas habitaciones eran un homenaje a iglesias barrocas bávaras en rosa y plata, con tambores como mesas y capiteles de florero, las cortinas adornadas con trescientos mil botones de nácar, angelotes en la chimenea con antifaz y abanico... y, como libro de visitas, dibujos de las manos de los invitados sobre una pared. Este reino de lo falso tiene su Capilla Sixtina en el dormitorio de Beaton. La cama con dosel es casi un tiovivo. Hay unicornios blancos y delfines azules, columnas salomónicas, volutas doradas y una C y B entrelazadas sobre fondo escarlata, todo de papel maché. Los fines de semana la casa era tomada por los Bright Young Things, jóvenes aristócratas sin oficio y con padres sobradamente ricos. Si eras bisexual, mejor. En los años 30 no sabemos si París seguía siendo una fiesta pero esta finca sí. Legendaria fue la recreación de Fêtes Champêtres en 1937, un invento francés del siglo XVIII con nobles divirtiéndose como campesinos. Fotografiando sus payasadas, Cecil se fue haciendo un hueco como fotógrafo y sintiéndose uno de ellos. El chico de clase media roza la aristocracia. En 1945 su casero no quiere saber nada de él. Entra en escena Reddish House. No fue amor a primera vista. Hubo varias visitas. Los interiores eran oscuros y laberínticos pero tenía una fachada aristocrática para su pequeño tamaño. A principios del siglo XVIII, alguien tuvo la ocurrencia de añadir a la fachada de lo que había sido una granja, unas pilastras corintias que sostienen un frontón (también nuevo) con una ventana ojo de buey adornada por una corona de laurel y una cabeza de león tallada. Y ya que estamos, se colocó en la puerta principal otro frontón, curvo, con el busto de un poeta desconocido. El exterior daba el pego, pero en el interior había que entrar con excavadora (es otro decir) aunque Cecil contaba su historia: “Originalmente fue construida para un nid d’amour o pabellón de caza del Rey”.
Con la complicidad del decorador Felix Harbord, la casa se llenó de columnas y pilastras dóricas de escayola, pintadas imitando el mármol gris de la chimenea, y de cornisas con modillones en bloque. Todo es simetría. El maquillaje aplicado –una hornacina aquí, una moldura allá– fue tomando todo el interior. El salón de la primera planta fue ampliado en 1955. Se añadieron columnas doradas y una pared curva. También un jardín de invierno donde, milagrosamente, conviven estilos dispares: planta y proporciones barrocas, ventanas góticas, suelo de piedra neoclásico francés, fuente islámica y paredes de bambú caribeñas. “Era un hogar real, no una fantasía ni una pretensión improvisada como Ashcombe. Esto era la morada de una persona adulta”, escribió en sus diarios sobre Reddish. Y tiró de recursos teatrales. Los espacios menos frívolos se inspiraron en la escenografía –muy aplaudida– creada para El abanico de Lady Windermere en 1942. Muebles franceses, chintz florales, candelabros de cristal, porcelana de Meissen… un escenario eduardiano (aquí violeta, abajo verde) para la cotidianidad.
Aquí vivió Cecil hasta que murió, en 1980, a los 76 años. Fueron huéspedes y se fotografiaron su queridísima Garbo, Truman Capote (que no durmió en la habitación de invitados), David Hockney, Francis Bacon, Mick Jagger… Si quieren encontrar al verdadero Cecil, imagínenlo en el jardín, con ropa de trabajo (total look blanco, a lo Jacquemus), pañuelo al cuello y sombrero de paja de ala ancha. Y le escucharán decir: “Es una terapia maravillosa”. En 1972 –“casi póstumamente”, dijo– fue nombrado Sir. El niño que empezó jugando con la cámara de su cuidadora había conseguido su mayor anhelo, ser aristócrata. Si su historia es un vodevil o un drama es cosa de ustedes.
“BELLEZA es la palabra más importante del diccionario. Es sinónimo de PERFECCIÓN, esfuerzo, verdad y BONDAD”. CECIL BEATON