Nómada, sigo siendo un nómada.
Un viajero sin puerto de abrigo, obligado a fijar sus puntos de referencia según su recorrido. Nací en Barcelona, de padre catalán y madre veneciana. Es decir, en la encrucijada de dos culturas que se enfrentaron y mezclaron a través de la historia. Cuando se ha crecido en Cataluña durante el régimen franquista, uno tiene pocas posibilidades de elección. Se sueña con la libertad y los grandes viajes. Por eso, mis sueños de adolescente siempre estuvieron teñidos de amargura: tenía la impresión de habitar un país aparte, alejado de todos los acontecimientos sociales o culturales de nuestra época, con la intolerable sensación de vivir relegado en un suburbio de Europa. Me fui en cuanto pude. No creo en el mito de la inspiración pura, del hálito delirante, de la visión alucinada de un mundo al alcance de la mano. El talento, incluso el genio, existe, pero se apoya en una trayectoria que se firma día a día. ¿Cómo entonces separar lo esencial de lo accesorio si no se está convencido de la orientación de la propia búsqueda? Un arquitecto no es Dios, aun cuando Dios, a veces, tome prestado de él metafóricamente, su arte. Pero no por ello tiene el arquitecto menos responsabilidades, responsabilidades que es preciso conocer para poder asumirlas mejor. Las últimas décadas han constituido un desastre para nuestro hábitat. Sabemos construir ciudades, pero hemos olvidado el arte con que se embellecía nuestros centros históricos. Así pues, ya es hora de volver a pensar el mundo en términos arquitectónicos. Para ello, el arquitecto tiene que recuperar su lugar en el seno de lo cotidiano, respetando, claro está, el orden económico y comercial. A él, como artista, le corresponde evitar los malentendidos y las sacralizaciones apresuradas.