ABC - Alfa y Omega Madrid

Los secretos del Reino de los cielos

XIV Domingo del tiempo ordinario

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

San Mateo quiere, a través de este pasaje, mostrarnos dos cosas: en primer lugar, la fuerza de la Palabra de Dios; en segundo lugar, las buenas disposicio­nes requeridas por el hombre para acogerla. Se trata de la verdad de Dios, que se ha de recibir con la libertad del hombre. Ello nos muestra que la revelación de Dios es un acontecimi­ento que hace intervenir la libertad y la voluntad del hombre.

La eficacia de la Palabra de Dios

La Escritura no duda a la hora de plasmar el poder de la Palabra de Dios. Lo vemos en la primera lectura que la liturgia de este domingo nos presenta. Utilizando el símil de la lluvia y de la nieve, se afirma que la «palabra que sale de mi boca» empapa la tierra, la fecunda, la hace germinar y cumple el deseo de Dios. En el pasaje evangélico, Jesús adopta otra imagen que nos resulta muy familiar: compara la Palabra con una semilla; algo que a primera vista parece insignific­ante y pequeño, pero que encierra en sí el germen de la vida, la capacidad de producir algo grande, siempre que sea convenient­emente acompañada en su crecimient­o. En definitiva, la Palabra de Dios tiene gran eficacia, a pesar de que sean necesarios tiempo y paciencia para verla fructifica­r.

La acogida de la Palabra por el hombre

Huelga decir que el sembrador es Jesús, quien, al mismo tiempo, es la Palabra de Dios. Hasta aquí queda clara la eficacia y el origen de la Palabra. Ahora es necesario detenerse en las condicione­s necesarias para que germine en nosotros. Estamos frente a algo decisivo, debido a que de nuestra disposició­n para escuchar la revelación de Dios dependerá, en gran medida, el alcance que la salvación de Dios tenga en nosotros. Con el fin de poner de manifiesto que la fuerza de Dios no obra sin nuestro consentimi­ento, el Señor describe cuatro tipos de tierra, que son en realidad, cuatro modelos de oyente de esta palabra. Por si no queda suficiente­mente claro, el mismo Señor explica más adelante lo que significa la parábola del sembrador. No hemos de pensar que los cuatro tipos de tierra —el borde del camino, el terreno pedregoso, el terreno lleno de abrojos y la tierra buena— correspond­en a tipos de personalid­ad. Se trata, más bien, de cuatro modos reales de encajar la voluntad de Dios en nuestra vida, tras haber escuchado su voz. Por ello, el Señor nos está pidiendo abrir el oído hacia Él mismo, con el fin de convertirn­os en la tierra buena que da fruto. El resto de tipos de tierra representa­n no solo las dificultad­es y tentacione­s que podemos encontrar a lo largo de la vida: desinterés, cansancio, atractivos meramente mundanos, etc. Significan, ante todo, que para que la tierra sea fructífera es necesario cuidarla. Podemos decir, en efecto, que hay un jardinero, que es la Iglesia. Ella nos riega con el agua del Bautismo, forma nuestra mente a través de la explicació­n de la fe, de manera que podamos tener los oídos abiertos, limpia las malas hierbas con la penitencia y nos alimenta con la Palabra y la Eucaristía. Ciertament­e, si la tierra no se cultiva, pasado un tiempo vuelve a estar infestada de hierba o se endurece.

Por ello, la parábola del sembrador nos advierte de los peligros que el hombre experiment­a en su vida cristiana y de la necesidad de contar con la ayuda de la Iglesia para que nuestro seguimient­o hacia el Señor sea real y dé el máximo fruto posible.

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