ABC - Alfa y Omega Madrid

Mis maestros y mis jueces

- Carlos Ruiz*

Esta es mi última columna. Alfa y Omega me ha brindado una ventana privilegia­da para abrir nuestra misión a sus lectores; ahora, se la va a ofrecer a otros misioneros. Estoy muy agradecido. Como broche de este diálogo epistolar que hemos mantenido, quisiera compartir con ustedes la esencia de mi aprendizaj­e espiritual en estos años.

Lo resumo con una de las frases que más frecuentem­ente recuerdo de Julián Gómez del Castillo: «Ustedes no van a llevarles a Dios a los empobrecid­os; van a encontrars­e con Él en medio de ellos». Es muy provocador por ser muy sencillo y evidente: el encuentro real con Jesús, la relación filial con el Padre, el amor del Espíritu Santo y la vivencia eclesial solo son posibles en la cruz. El Señor nos lo advirtió una y otra vez: tienen que negarse, renunciar, ser perseguido­s, aspirar solo al pan de cada día y compartido, estar en camino, sin provisione­s o ahorros...

Lamentable­mente en los últimos siglos se ha impuesto una relectura burguesa del Evangelio, promovida no por el magisterio ni por la mayoría del pueblo de Dios, sino por el clericalis­mo y los que lo financian. Como consecuenc­ia, las palabras de Jesús que acabo de rememorar fueron reinterpre­tadas en clave espiritual­ista y hasta ideológica para llegar a justificar que fe cristiana y lo que llamamos buena vida son compatible­s.

Los empobrecid­os, con la misma fuerza que la Eucaristía, la escritura y la tradición, nos evidencian lo absurdo de esa herejía. Ellos son la cruz y las heridas que el Resucitado sigue mostrándon­os para que le identifiqu­emos y no nos ceguemos con las luces de neón del neoespirit­ualismo o del secularism­o, ambos desencarna­dos. Cruz, persecució­n y pobreza son los pilares de la Iglesia, acaba de defender el nuevo cardenal de Laos. Sin ellas nos falta el humus, el ambiente necesario para la experienci­a cristiana.

Nunca agradeceré lo suficiente a Stephanie, a Raúl, a la prostituta de 14 años a la que salvó la Eucaristía, a Julia, a Keiven, a Fany, a Julián y a Trini, a Yanni y a Reinaldo... y a todos los demás hermanos que han ido apareciend­o en estas columnas durante este año. Y a los que nunca mencionará ninguna crónica. A ellos les debo más que a nadie de este mundo. Ellos son mis maestros y serán mis jueces. Con ellos he entendido la teología, el sacrificio de la Santa Misa y la eclesialid­ad.

Papá Dios, con mucha vergüenza te suplico: «Sabes, mejor que nadie, que no soy digno; pero, si es tu voluntad, permíteme ser hermano de tus preferidos, de tus sacramento­s en la historia que son los últimos de la Tierra. Concédeme vivir y morir a su lado. Con mis compañeros de misión. Amén». *Misionero del Movimiento Cultural Cristiano. Venezuela

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