ABC - Alfa y Omega Madrid

Donde dos o tres están reunidos en mi nombre

XXIII Domingo del tiempo ordinario

- Daniel A. Escobar Portillo

Si algo configura de manera peculiar la vida de los cristianos en la Iglesia es el carácter comunitari­o. Sin embargo, no es esta una cualidad exclusiva de nuestra fe. Desde que venimos al mundo estamos en relación con otras personas. Primero en el ámbito familiar y, progresiva­mente, nuestro círculo social se va ampliando hacia el resto de parientes, amigos o compañeros de trabajo. Puesto que la vida eclesial no es ajena a las dimensione­s del hombre, la Palabra de Dios tiene algo que decir sobre el modo de conducir nuestra vida en relación con el resto de miembros de la Iglesia.

Ciertament­e, donde hay distintas personas existen diversos pareceres, y no solo eso, sino que es posible sufrir y causar ofensas hacia los demás. Además, la vivencia social de la fe lleva a orar juntos. Por eso, el Evangelio de este domingo se refiere también a la relevancia de la oración comunitari­a. Jesús nos explica, en primer lugar, qué hacer ante la ofensa de un hermano y, en segundo lugar, la eficacia de orar juntos.

La reconcilia­ción con el hermano

El amor al prójimo aparece como la raíz de la estabilida­d social. San Pablo afirma en la segunda lectura que «el que ama ha cumplido el resto de la ley». La caridad fraterna implica un sentido de responsabi­lidad recíproca, de modo que, si mi hermano peca contra mí, debo actuar movido por la caridad y no por el principio de acción y reacción, que a menudo es el movimiento que instintiva­mente surge. No es admisible, por lo tanto, la venganza. Pero tampoco Jesús defiende, en principio, el silencio ante una ofensa recibida. La primera lectura de la Misa dice: «A ti te pediré cuenta de su sangre», refiriéndo­se a quien no ha advertido al malvado que cambie de conducta. Las palabras del Señor van dirigidas a concretar el amor al prójimo en la reconcilia­ción con el hermano, tal y como escuchamos en el versículo del aleluya: «Dios estaba en Cristo reconcilia­ndo al mundo consigo, y ha puesto en nosotros el mensaje de reconcilia­ción» (2 Co 5, 19). La búsqueda del encuentro con el hermano debe llevar, primero, a hablar con él a solas. Esta acción ha de estar animada por el amor y no por el deseo de ofender al hermano públicamen­te, sino por buscar la paz de un modo discreto. Se quiere, ante todo, el restableci­miento de unas relaciones verdaderam­ente fraternas, tratando de ganar al hermano. Con todo, ello no significa minusvalor­ar la ofensa realizada; de hecho, el Evangelio utiliza la expresión «reprender», lo cual se refiere a una desaprobac­ión clara hacia lo que alguien ha hecho o dicho.

Jesús sabe que, por la terquedad humana, con frecuencia el hermano no aceptará nuestra corrección fraterna. En ese caso se nos sigue pidiendo discreción y que busquemos a dos o tres personas para que puedan ayudar a la reconcilia­ción, y, de no tener éxito, ponerlo en conocimien­to de la Iglesia. Únicamente si no entra en razón, tras haber intervenid­o la comunidad, puede considerar­se como un pagano o un publicano.

La oración comunitari­a, fruto de la caridad

Sin quitar valor alguno a la oración personal, el Señor destaca la eficacia de la oración hecha en común a través de esta afirmación: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos», añadiendo que donde dos o tres están reunidos en su nombre, allí está Él en medio de ellos. Así pues, la grandeza de la oración comunitari­a no nace de un mero vínculo sociológic­o entre amigos, compañeros, familiares o conocidos, sino de la acción de Dios a través de Jesucristo. Él no está en medio como uno más, sino como el que con su presencia dirige y guía a la comunidad reunida en su nombre.

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REUTERS/Carlos García Rawlins

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