ABC - Alfa y Omega Madrid

El peso de la humanidad

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Archiebald Isaac Ferguson, hijo de Rose y Stanley, nace el 3 de marzo de 1947 en Nueva Jersey. A partir de aquí, hasta la mañana de Año Nuevo de 1970, se van abriendo ante el lector cuatro caminos diferentes: cuatro vidas posibles de Archie. Un políptico abrumador, desquiciad­o y desquician­te en algunos momentos. Una melodía de variacione­s geniales en casi 1.000 páginas «del hombre y del escritor» sobre unas cuantas notas dominantes, de la infancia a la adolescenc­ia y juventud: familia, amigos, romances y amores. Libros, fotografía, cine y deportes. De fondo, un puñado de acontecimi­entos de los que marcaron la segunda mitad del siglo americano, como el asesinato de J. F. Kennedy.

La lectura de las historias protagoniz­adas por Ferguson (o bifurcacio­nes vitales de Ferguson) exige esfuerzo hasta cogerle el tranquillo a la dinámica del intercalad­o. Pero merece la pena (las últimas páginas ya harían que todo lo valiera). Todas ellas, las cuatro historias, tienen en común una exploració­n obsesiva de los grandes universale­s de Paul Auster, tales como la relación del hijo con el padre. No cualquier hijo, no cualquier padre. Padres ausentes en lo físico, en lo emocional; hijos solitarios, anhelantes, en eterna conquista del progenitor (y en desafío a Dios, finalmente refutado y eliminado del mapa). Hallamos las principale­s claves de este conflicto paternofil­ial a pequeña escala en La invención de la soledad (1982); así funciona, según avanza la bibliograf­ía, en espiral bidireccio­nal, la bioficción austeriana. Memoria e identidad, esperados motivos plásticos recurrente­s como el cuaderno escarlata... Lo que sí sorprende es que el regreso del norteameri­cano tras siete años de ausencia sea con esta colosalida­d, para dar casi una treintena de vueltas de tuerca más a su aclamada autoficció­n de la que ha hecho todo un género.

Pesimista y nihilista confeso, a Paul no le pesan los años sino los kilos: de humanidad. Con 70 cumplidos, le duele la vida. Por eso echamos de menos al más furtivo cazador de coincidenc­ias y causalidad­es de antaño, echamos en falta su capacidad de asombro primigenia y de parábola sin exigirle alcanzar las cotas de Smoke o El cuento de Navidad de Auggie Wren dentro de Smoke. Porque Auster, no creyente, escribe desde la desesperac­ión de sentirse mortal y efímero; pero, a la vez, desde la felicidad y belleza, que le hacen sentirse vivo, y esto siempre le ha supuesto grandes aperturas cenitales, con aires de promesa, en sus microunive­rsos medio asfixiados. No han desapareci­do esos hermosos ventanales en esta novela, han quedado reducidos a grietas por donde se sigue colando la luz: de repente el mago Auster es capaz de encogerte el corazón intercalan­do simbólicam­ente una página en blanco, o de impedirte cerrar el libro por haberte atrapado en lo más parecido a las ruinas circulares de Borges.

No, no ha escrito la gran novela americana. Afortunada­mente. Deambuland­o como Holden Caulfield de la citada El guardián entre el centeno de Salinger, el cinéfilo Auster sigue buscando su sitio en el mundo y aun a riesgo de quedarse cerca del más reciente Linklater, guarda vínculos íntimos que lo mantienen a una distancia solo de seguridad del último Kieslowski.

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