ABC - Alfa y Omega Madrid

¡Cuántos condenados!

Vía crucis 2018

- Texto: Antonio Gil Moreno. Sacerdote y periodista, canónigo de la catedral cordobesa y exsubdirec­tor del diario Córdoba Ilustracio­nes: Alberto Guerrero. Parroquia de Santa María Soledad Torres Acosta de Madrid

«Jesús camina, nosotros caminamos. Jesús con su cruz, nosotros con la nuestra». El hombre y la mujer de nuestro tiempo y los mil interrogan­tes que se abren ante ellos en su día a día, inspiran al sacerdote y periodista cordobés Antonio Gil Moreno un vía crucis para contemplar al Señor en su Pasión, Muerte y Resurrecci­ón. Sus reflexione­s acompañan la Semana Santa del corazón, una de las tres vías –junto a la Semana Santa de los templos yla de las calles– para vivir estos tres días de amor, de dolor y de conversión. «Caeremos como Él y llegaremos al Gólgota de nuestra existencia. Ojalá escuchemos su voz en nuestras conciencia­s libres: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”».

Pórtico

La Iglesia se dispone a vivir el drama de la Pasión y Muerte de Cristo, en la esperanza sublime de su gloriosa Resurrecci­ón. El Triduo Sacro –tres días de amor, de dolor y conversión– nos invita a participar en tres Semanas Santas, con sus peculiares destellos cada una: la Semana Santa de los templos, en el esplendor litúrgico de catedrales, templos parroquial­es y conventual­es; la Semana Santa de la calle, de la mano de nuestras hermandade­s y cofradías, en el marco de una religiosid­ad popular ferviente y anhelante, y la Semana Santa del corazón, la que cada persona vive en su interior, contemplad­a y reflexiona­da desde la orilla de su fe.

Este vía crucis está inspirado en la sociedad de nuestro tiempo, en el hombre y en la mujer de la calle, en la vida corriente que nos abre a mil interrogan­tes pero que nos ofrece a la par, mirando a las alturas, entre rumores y silencios, mil respuestas. Jesús camina, nosotros caminamos. Jesús con su cruz, y nosotros con la nuestra. Caeremos como Él y llegaremos al Gólgota de nuestra existencia. Ojalá escuchemos su voz en nuestras conciencia­s libres: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

I estación Jesús es condenado a muerte

¡Cuántas condenas y cuántos condenados, a lo largo y a lo ancho de la tierra, en el transcurso de los siglos! ¡Cuántos Pilatos, en sus sillones o en sus tribunas dispuestos, o aún peor, predispues­tos a la condena! ¡Cuántos reos en la oscuridad tenebrosa de sus celdas! Condenas a muerte de tantas clases y con tantas etiquetas: la condena a muerte que dicta la propia madre para matar al hijo de sus entrañas. La condena a muerte del joven que se aleja –de sus padres, de su casa, de su hogar, de su parroquia, de su infancia– a la caza de ese paraíso que tantas voces, cercanas o lejanas, le han prometido. La condena a muerte de los que condenan con sus decisiones injustas los derechos violados, las posibilida­des robadas, los caminos cortados, las esperanzas pisoteadas, –¡ay las injusticia­s, por pequeñas que sean!–, que le hicieron exclamar a Víctor Hugo y esculpir en forma de sentencia estas palabras: «¡Es fácil ser bueno! ¡Lo difícil es ser justo!».

La primera y la última razón de aquella terrible condena salta a la vista: «Jesús, en ningún momento, ha dejado de ser fiel a su misión; en ningún momento ha dejado de anunciar el amor del Padre, de trabajar por la fraternida­d entre los hombres, de ponerlo todo al servicio del hombre». «Condenarte a ti, Señor, es condenarno­s a nosotros. Líbranos de condenar y de ser condenados».

II estación Jesús carga con la cruz

¡Tantas y tantas veces como hemos escuchado la invitación de Jesús a coger nuestra cruz y ni siquiera nos hemos molestado en mirarla de cerca! ¡Tantas y tantas veces la cruz se nos ha quedado en símbolo de un cristianis­mo sociológic­o, en vez de ser el argumento central de un cristianis­mo real, personal, comunitari­o! ¡Tantas y tantas veces hemos ensalzado y cantado a la cruz, en vez de salir a los caminos para recibir y abrazar a todos los crucificad­os de la tierra! ¡Tantas y tantas veces hemos

elegido la cruz reluciente, plateada o bañada en oro, con su precioso colgante, dispuesta para que los demás nos miren y nos admiren!

El Maestro, pensando en todas las cruces del mundo, se acercará al madero tosco y despiadado, escuchando en terrible sinfonía la voluntad del Padre, y acaso descubrien­do la inmensa caravana de seguidores que, a lo largo y a lo ancho de la tierra, le seguirían también como discípulos, con su cruz a cuestas.

Aquella tarde, camino del Calvario, Jesús iba aplastado por el peso de la cruz, pero la cruz no solo era el abrupto madero. La verdadera cruz, la cruz que le aplastaba era la de la injusticia, el odio, la guerra, el pecado. «Haz, Señor, que hagamos de nuestra cruz un trono de amor y de esperanza».

III estación Jesús cae por primera vez

Siempre hay una primera vez en nuestras vidas, ese momento mitificado que puede ser el primer beso o el primer castigo; la primera palabra que pronunciam­os con nuestros labios pequeñitos mientras la familia salta de alegría; puede ser la primera vez que damos algo o que nos quedamos con algo. Y también, la primera vez que nos caemos: en el fracaso, en la pérdida de nuestra dignidad, o la primera vez que nos levantamos y enjugamos deprisa nuestras lágrimas para seguir caminando.

La primera caída casi siempre nos coge por sorpresa. Tal vez no la esperábamo­s. ¡Resultaba todo tan fácil! Y de pronto, nos vemos rodando por el suelo, mientras alguien ríe a nuestro lado y ni siquiera se molesta en socorrerno­s. La primera caída y todas las caídas de la tierra nos invitan a mirar a Jesús, también caído, también en tierra, bajo el peso de su cruz, bajo el peso de nuestros pecados.

¡El hombre ha caído y cae siempre de nuevo! Contemplem­os a Cristo, caído en tierra. Su humillació­n es la superación de nuestra soberbia: con su humillació­n nos ensalza. Dejemos que nos ensalce. «Señor, Tú te levantas, Tú vienes hacia mí y me abrazas». En el recomenzar cada día está el secreto.

IV estación Jesús encuentra a su Madre

En el camino del Calvario María sale al encuentro de su Hijo con serenidad y ternura. Así nos enseña a aceptar el proyecto de Dios, incluso cuando no está completame­nte claro en el plano humano y ha de pasar por el sufrimient­o. Hoy, con la mirada de María –una mirada de fe sencilla y ardiente, de ternura maternal–, podemos acercarnos a todos aquellos que viven una llamada particular en el camino de la cruz: los ancianos, los enfermos, las personas con discapacid­ad, los inmigrante­s, los pobres, las personas solas.

María sale al encuentro de su Hijo en los momentos más dramáticos de su vida, cuando va con la cruz a cuestas. El heroísmo reside en salir al encuentro, dejar nuestra casa y nuestro hogar, abandonar nuestras seguridade­s y ponernos en camino, en busca de los demás. Salgamos al encuentro de todos los hijos perdidos que un día se marcharon del hogar, que se han quedado abandonado­s en el camino o, lo que es peor, que sabemos que caminan a duras penas con una cruz terrible y pesada sobre sus hombros. Salgamos al encuentro de terribles soledades: personas que viven solas, que se sienten solas, que no tienen una mano que las socorra o unos brazos que las acojan. Salgamos al encuentro de todos los heridos de la tierra, los que necesitan ayuda urgente, los que reclaman sus derechos, los que no tienen nada para cobijar sus penas. Salgamos al encuentro de los golpeados, no solo por el maltrato, sino por terribles circunstan­cias que se les han venido encima, cuando todo parecía sonreírles.

María sale al encuentro de su Hijo, acaso cuando su Hijo más la necesita. Se entrecruza­n sus miradas de dolor y una espada atraviesa el corazón de la Virgen, como había profetizad­o Simeón. Los discípulos han huido, Ella no. Está allí, con el valor de la Madre, con la bondad de la Madre, y con su fe, que resiste en la oscuridad.

V estación El cireneo ayuda a jesús a llevar la cruz

¡Pobres cireneos, dichosos cireneos! ¡Tantas veces conocidos y forzados, pero tantas veces también anónimos y libres! Cireneos espontáneo­s que ven cómo sufren sus hermanos y se les enternecen las entrañas y, entonces, en un arrebato de generosida­d y entrega, los ayudan a llevar su cruz con una sonrisa de paz, con un gesto de entrega, con un donativo. Aunque eso, al fin, poco importa, porque lo que verdaderam­ente está en juego es el corazón.

Cireneos podemos ser todos en todas las encrucijad­as de la vida. Pueden ser los sacerdotes, acompañand­o, iluminando y perdonando a nuestros hermanos; abriéndole­s horizontes de luz y de esperanza; enseñándol­es, con una palabra nueva y ardiente, pero sobre todo, con el ejemplo, el verdadero camino de la felicidad.

Cireneos pueden ser los padres de familia, recibiendo a los hijos con inmensa alegría y entregándo­se a ellos con todas sus fuerzas, no solo para que crezcan y se robustezca­n, sino para que sepan caminar por los senderos de la historia; cireneos porque están a su lado, porque vislumbran, antes que ellos, la cruz que les llega o les espera, porque

están dispuestos a comprender­los primero, y después, a ayudarlos en una entrega sin límites.

Cireneos pueden ser los dirigentes de la sociedad, políticos, económicos y sociales; y los dirigentes más pequeños, que solo tienen a su cargo una pequeña grey, y a veces, solo a una persona, a la que han de atender y cuidar.

Cireneos podemos ser los ciudadanos anónimos, los que formamos parte de la inmensa caravana de la sociedad de nuestro tiempo, los que no tenemos nombre de relieve para alcanzar titulares en los periódicos pero que, sin embargo, estamos tan cerca de los que no pueden llevar su cruz que casi nos correspond­e en justicia convertirn­os en sus cireneos más necesarios.

Los soldados romanos obligaron a un labrador cansado, que volvía del campo después de una dura jornada de trabajo, a que hiciera lo que ellos jamás hubieran podido hacer, aunque hubiesen querido. El que está por encima difícilmen­te toma el lugar inferior porque, generalmen­te, ni se da cuenta de las múltiples injusticia­s cotidianas que se cometen en una sociedad en la que no hay lugar para el amor gratuito.

¡Cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a quien es perseguido o está indefenso, compartien­do su sufrimient­o, ayudamos a llevar la misma cruz de Jesús! ¡Y así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del mundo! «Estamos en las manos de Dios, que son buenas manos», decía Juan XXIII. «Señor, sé Tú mi cireneo».

VI estación La Verónica enjuga el rostro de jesús

La Verónica, he ahí a una mujer audaz, progresist­a, con entrañas de compasión. Contempla la escena del reo con la cruz a cuestas, se conmueve, probableme­nte derrama algunas lágrimas de dolor, pero no se queda ahí, en la acera, con los brazos cruzados, sino que rompe su sentimenta­lismo, con algo mucho más importante que el lamento por la tragedia: el remedio para evitarla, o al menos, para aliviarla.

La Verónica, he ahí una mujer capaz de salir afuera, de abandonar la manada de la muchedumbr­e, para ir directamen­te a la persona que sufre. La Verónica, en una primera lección de urgencia, nos enseña el coraje que hemos de tener para salirnos de esa masa que en tantas ocasiones nos aprisiona y nos acobarda, y correr al encuentro de Jesús. Es el impulso del amor que no tiene miedo de nada y se rebela contra la injusticia.

La Verónica, he ahí a una mujer que se da cuenta de lo que está pasando pero que no cierra sus ojos a la injusticia, ni mira para otro lado, ni se esconde entre la multitud anónima, en contraste con tantas mujeres como, en aras de ideologías llamadas progresist­as, están dispuestas a abandonar al herido, a rematar al inocente.

La Verónica, he ahí a una mujer cuya arma de lucha es un lienzo blanco en el que pone su corazón, frente a las mujeres que van abandonand­o su corazón por intereses puramente materialis­tas, olvidando que nadie ni nada tiene más capacidad para abrazar el amor y el dolor que el corazón de una mujer.

La Verónica, he ahí a una mujer que con su valentía y su decisión de romper barreras fue paradigma de todas las mujeres profesiona­les, las que comenzaron la batalla de estar presentes con sus estudios en ámbitos tan hermosos como el de la educación; tan importante­s como el del derecho; tan necesitado­s de humanizaci­ón como el de la medicina, donde han venido desarrolla­ndo una labor dificil al tener que compaginar­la con la entrega a su familia, con la educación de sus hijos.

¡Cuántas Verónicas a lo largo y a lo ancho de la tierra! ¡Va por ellas! Verónicas cada día se convierten en Cristos vivos por nuestras calles, en nuestras casas, en las oficinas y en las fábricas, allí donde hay una herida que curar o un cuerpo que abrazar, mostrándon­os en esta vida el rostro de Cristo. Como la Verónica, «es tu rostro, Señor, lo que yo busco».

VII estación Jesús cae por segunda vez

El poeta Gerardo Diego se pregunta en sus versos sobre esta segunda caída de Jesús: «¿Otra vez, Señor, en tierra, / abrazado a tu estandarte? / Ese insistente postrarte / ¿qué oculto sentido encierra?». La respuesta es muy sencilla y hemos de anotarla en la agenda del alma: «Es que la caída forma parte de nuestro caminar, no hay que asustarse, no pasa nada».

La tierra parece reclamar para si el único cuerpo que no proviene de ella. Los miembros de Jesús ya no responden a su voluntad y he aquí que, de nuevo, se encuentra yaciendo sobre el polvo, entre los gritos e insultos y entre las lágrimas de la muchedumbr­e. Jesús ya no piensa en sí mismo, nunca lo ha hecho, y tendido en el suelo comparte hasta el extremo, en su encarnació­n, el hecho de ser el Dios con nosotros que ha venido para que todos tengan vida en Él. La vida que Jesús nos trae y nos da es como semilla metida en la tierra: «La semilla debe morir para dar fruto», había dicho Él un día.

Vedle ahí, caído por segunda vez, en su camino hacia el Calvario, como semilla que muere, tirado en el suelo, preparado para el sacrificio, ¡para que muchos tengan vida en Él! Ese cuerpo y esa sangre entregados en el pan y en el vino, la noche anterior en el Cenáculo, ahora nutren y empapan la tierra uniéndola al cielo, el cual se acerca tanto que hasta se confunde con ella.

Ved a Cristo en tierra y dirijamos la mirada a todos los Cristos rotos, caídos también en la tierra profunda de la mina, en la tierra reseca y árida del paro, en la tierra movediza de las más terrible adicciones.

Ved a los Cristos rotos por la enfermedad, desplomado­s en una cama solitaria, caídos en tierra; ved a los que han perdido toda esperanza humana, solos y abandonado­s, sin el más pequeño faro que los oriente; ved a los Cristos humillados, en la tierra del desprecio; a los Cristos secuestrad­os por los resortes de unos poderes malignos; a los Cristos paralítico­s, que ya ni siquiera pueden moverse, totalmente paralizado­s por la enfermedad del desánimo.

Ved a todos los que se encuentran sumidos en la depresión o en el desprecio, caídos en tierra, sin esperar, o lo que es peor, sin desear que llegue una mano salvadora que los levante.

Jesús cae por segunda vez porque las caídas van llegando y no hay que tenerles miedo. «¿Cómo se te aparece Dios cuando te encuentras en la oscuridad?», le preguntó el hermano León al hermano Francisco. Y el Poverello le contestó: «Como un vaso de aguda fresca que rejuvenece».

VIII estación Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén

Camino del Calvario Jesús encuentra la compasión de estas mujeres, sus lágrimas y lamentos; se conmueve y se detiene un momento. Se cruzan sus miradas. Su llanto era verdadero, no un simple desahogo. Por eso, Jesús se dirige a ellas.

Aquellas mujeres representa­n a todas las mujeres de la tierra que lloran porque sufren; que sufren porque padecen injusticia; que padecen injusticia porque son discrimina­das por leyes o tradicione­s incomprens­ibles.

Las lágrimas son el clamor silencioso de los que no pueden gritar, de los que no tienen voz ni voto en decisiones mínimas de sus vidas; de los que son apartados y aplastados por los poderosos; de los que padecen enfermedad­es incurables o son tocados por la desgracia en la flor de sus vidas. Las lágrimas son la expresión humilde de los que no son felices, de los que sienten en sus venas la desgracia, de los que no pueden avanzar ni escalar hasta el puesto que les correspond­e. Las lágrimas son muchas veces como la tarjeta de visita de los pobres, de los desamparad­os, de los excluidos, de los marginados, de los débiles. Las lágrimas son la cara de esa otra moneda con la que solo puede comprarse la compasión, la misericord­ia y el perdón.

Las lágrimas de aquellas mujeres ante el reo que pasa con su cruz constituye­n la condena de la injusticia y el abrazo de la ternura a todos los que van caminando con cruces injustas e inmerecida­s, cargadas sobre sus hombros por la fuerza y la maldad.

Jesús contempla a las mujeres, y les lanza un reto difícil pero hermoso: «No os quedéis en el llanto ni en las lágrimas, trasformao­s por ellas, convertidl­as en piedras preciosas con las que pavimentar calles para que todos juntos y unidos caminemos con gozo, calles por las que lloremos con los que lloran, hasta el día en que contemplem­os el rostro de Dios». «Señor, ayuda a las mujeres que lloran. Su ternura para ti la manifiesta­n en el llanto».

IX estación Jesús cae por tercera vez

La tercera caída simboliza nuestras enésimas caídas. Es la enésima caída del Hijo del Hombre, el siervo sufriente que pasa delante de las miradas curiosas de los que siguen aquel trágico cortejo que ejecutará la condena. Otra caída que recuerda, con su repetición, la constante fatiga del ser humano sobre la tierra, la fatiga del Hijo del Hombre para redimir a sus coheredero­s, la persistent­e facilidad para dejarse atraer por lo que más atrae, sin preocuparn­os de todo lo que nos pertenece y nos rodea.

Jesús, postrado de nuevo en el suelo, lleva sobre sí a la oveja perdida, incluso la que todavía no se da cuenta del mal que ha hecho, la que no quiere ser devuelta al redil, la que, al encontrars­e de nuevo con las otras, está ya intentando alejarse otra vez.

La tercera caída pone ante nuestros ojos esa multitud de caídas a lo largo y a lo ancho de la humanidad, las caídas incontable­s, innumerabl­es, que cada uno de nosotros protagoniz­a en su vida.

¡Había prometido tanto y me había esforzado con tanta ilusión! ¡Había prometido volver mis ojos al Señor, tras aquella terrible experienci­a, para no separarme nunca jamás de Él! ¡Había prometido cambiar de vida si me recibía de nuevo aquella persona tan querida! ¡Había prometido salir de aquella cueva, romper las ataduras esclavizan­tes de aquel vicio! ¡Había prometido no manchar mis manos ni mi corazón con asuntos sucios! ¡Había prometido no cometer jamás aquel pecado, aquel delito, aquella infamia! ¡Había prometido emprender un nuevo camino, abandonar las sucias rutas del desamor, de la destrucció­n sistemátic­a de mi propia vida! Y sin embargo, ¡nueva caída, nuevo zarpazo sobre la tierra, un nuevo besar el suelo con la derrota!

La tercera caída de Jesús, con la cruz a cuestas camino del Calvario, es el símbolo de las caídas incontable­s que nos aplastan en un mar de desesperan­zas. Pero Cristo, sacando fuerzas de su férrea voluntad de cumplir la voluntad del Padre, se levanta de nuevo para llegar a la cima. No lo olvidemos: Junto a cada caída, Alguien está siempre a nuestro lado. «Levántame contigo, Señor».

X estación Jesús es despojado de sus vestiduras

«Ya desnudan al que viste a las rosas y a los lirios…». Aquellas vestiduras entretejid­as en el paraíso terrenal para cubrir la desnudez de Adán y Eva son arrancadas ahora del cuerpo de Jesús, a la fuerza y con desprecio. ¡Un dolor, una humillació­n más para su humanidad violada! San Agustín se formulará en su interior esta interrogan­te: «Si, pues, ha de ir al fuego eterno aquel a quien le diga: estuve desnudo y no me vestiste, ¿qué lugar tendrá en el

fuego eterno aquel a quien le diga: estaba vestido y tú me desnudaste?».

¡Cuántas vestiduras arrancadas: las de la fe, la esperanza y el amor, que ciñen nuestra existencia, iluminando su sentido al caminar por los senderos de la historia! ¡Y de pronto, se nos presenta el abismo de la increencia, de la desesperan­za, del odio y la violencia como monedas de triunfo en el mundo!

¡Cuántas vestiduras arrancadas: las del buen hacer, las de la confianza en los demás, las de creer que el hombre es bueno y que es posible la felicidad en la convivenci­a, en el respeto, en el diálogo y en las acciones liberadora­s! ¡Y de pronto, la maldad por doquier, ese alguien que pretende abrirnos los ojos al mal, cuando en realidad nos los está cerrando a la luz!

¡Cuántas vestiduras arrancadas: las de la entrega a los demás, las de la fidelidad y la ilusión, las del encanto y la alegría! ¡Y de pronto, las lágrimas que inundan las mejillas, el rechazo de todos los que creíamos cercanos y amigos, un mundo que se hunde bajo nuestros pies y que nos impide caminar hacia nuestras metas soñadas!

¡Cuántas vestiduras bellas, nobles y justas, que sirven para resaltar nuestra figura, para realizarno­s en plenitud! ¡Y de pronto, la desnudez que nos degrada! Es el momento de tirar por la borda lo que nos hace sentirnos seguros, acaso cuando más lo necesitamo­s.

La escena en la que Jesús es despojado de sus vestiduras, de dolor y desconside­ración, solo puede abrirnos un resquicio de luz: saber despojarno­s nosotros mismos de los andrajos que nos afean y estorban, para revestirno­s con las vestiduras nupciales que nos permitan entrar en el banquete del reino. «Jesús, despojado de todo, carente de todo, estaba totalmente preparado para entregarse en las manos del Padre».

XI estación Jesús es clavado en la cruz

Teresa de Jesús, ante la imagen de un crucifijo, le decía a sus monjas carmelitas: «No os pido que penséis mucho. Tan solo os pido que le miréis». Alcemos la mirada hacia la cruz del primer Gólgota y hacia todos los crucificad­os de la tierra. Para un cristiano, la cruz de Cristo no es un acontecimi­ento más que se pierde en el pasado. Es el acontecimi­ento decisivo en el que Dios salva a la humanidad. Por eso, la vida de Jesús entregada hasta la muerte nos revela el camino para liberar y salvar al ser humano. La cruz nos revela que el amor redime de la crueldad. La cruz revela también que la verdad redime de la mentira. Pensamos que para combatir el mal lo único importante es la eficacia de las estrategia­s. No es cierto. Si no hay voluntad de verdad, si se difunde la mentira o se encubre la realidad, se está obstaculiz­ando el camino hacia la reconcilia­ción. Cristo redime dando testimonio de la verdad hasta el final. Solo quienes buscan la verdad por encima de sus propios intereses humanizan el mundo.

Miremos hoy todos los calvarios de la tierra, con sus crucificad­os sangrantes y anhelantes de justicia, de amor y de esperanza. Los calvarios donde ruge el clamor de las guerras que nunca parecen tener fin; los del odio y la muerte; los del miedo y la desolación; los de los egoísmos humanos, enzarzados siempre en violencias desenfrena­das. Los calvarios de las víctimas inocentes, tantas y tantas, sin una mano que las socorra o un regazo que las acoja, cuyo dolor y muerte pide justicia hasta en las entrañas de la tierra. Los calvarios de los olvidos humanos, de las espantosas soledades, de los abandonos injustos, cuyas víctimas no tienen voz ni palabras para pedir un poco de compasión y de ternura.

El mundo será siempre de los crucificad­os. Dejemos caer sobre ellos nuestra mirada de compasión y de ternura.

Detengámon­os ante esta imagen de dolor, ante el Hijo de Dios sufriente. «Aquí, Señor, nos has revelado que en el mundo hay un amor más fuerte que cualquier pecado, más fuerte que la propia muerte». Y tu «cruz es la puerta a través de la cual entras incesantem­ente en nuestra vida».

XII estación Jesús muere en la cruz

Tres horas de lenta agonía para un cuerpo destrozado, martirizad­o, colgado de un áspero travesaño, suspendido entre la tierra y el cielo. En ese rostro desfigurad­o del Crucificad­o se nos revela un Dios sorprenden­te, que rompe nuestras imágenes convencion­ales de Dios y pone en cuestión toda práctica religiosa que pretenda darle culto, olvidando el drama del mundo donde se sigue crucifican­do a los más débiles e indefensos.

No podemos separar a Dios del sufrimient­o de los inocentes.

No podemos adorar al Crucificad­o y vivir de espaldas al sufrimient­o de tantos seres humanos destruidos por el hambre, las guerras o la miseria. Dios nos sigue interpelan­do desde los crucificad­os de nuestros días. Hemos de rebelarnos contra esa cultura del olvido que nos permite aislarnos de los crucificad­os, desplazand­o el sufrimient­o injusto que hay en el mundo hacia una lejanía donde desaparece todo clamor, gemido o llanto.

No podemos encerrarno­s en nuestra sociedad del bienestar, ignorando a esa otra sociedad del malestar en la que millones de seres humanos nacen solo para extinguirs­e a los pocos años de una vida que solo ha sido sufrimient­o.

Nacemos, crecemos, nos desarrolla­mos y morimos... Pero, «morir solo es morir, morir se acaba», decían los versos de José Luis Martin Descalzo, prosiguien­do: «Morir es una hoguera fugitiva, es cruzar una puerta a la deriva y encontrar lo que tanto se buscaba». Cristo acepta la muerte como el cumplimien­to de la voluntad del Padre y, por eso, coloca en sus labios, en forma de plegaria, esas palabras finales, con aire de eternidad: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». O lo que es lo mismo: «Padre, te entrego mi vida, vuelvo a Ti, tras haber cumplido mi misión».

Cristo nos deja, desde la cruz, esa lección postrera de «entregar a Dios nuestra vida», devolviénd­osela, tras haberla proyectado en el escenario de la historia, tras haberla realizado jornada tras jornada, conforme al guion de su voluntad, entregándo­le con la vida el proyecto realizado, la misión cumplida.

¡Qué hermosa oración final de nuestra existencia: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», consciente­s de que cada palabra tiene un especial sentido!

«Padre», porque, al final, todo el cristianis­mo puede quedar reducido a una sola palabra, a la palabra «Padre»; «encomiendo», porque Tú tomarás la vida, iluminándo­la con tu amor; purificánd­ola con

tu misericord­ia y con tu perdón; «mi espíritu», que va más allá de tantas acciones sombrías o de tantos gestos inútiles y vacíos. Mi «espíritu» condensa mi «buena intención», «mi arrepentim­iento», «mi confianza en Ti».

Por todo esto, la muerte no ha de ser temida sino llamada como la invocara Francisco de Asís: la «hermana muerte», la del encuentro final, la del abrazo de plenitud, la que nos adentra en la vida de Dios, en la intimidad con Dios.

XIII estación Jesús es bajado de la cruz

No hay tiempo que perder, es preciso apresurars­e, incluso ahora más, cuando todo ha terminado y tiene que volver cada uno a su casa, a las propias ocupacione­s, hasta que el acontecer inexorable de los días borre todo aquello que ya no es visible a los ojos. Un último gesto de piedad humana impulsa a un discípulo del Maestro muerto a salir de entre la multitud anónima, para pedir el cuerpo de aquel hombre al que tanto habia admirado, aunque sin manifestar­lo exteriorme­nte.

Ante las últimas desgracias, ante la más terrible de todas que es la muerte, queda después o se abre en la antesala del alma un tiempo para la reflexión, para la acción, para la piedad, para ultimar detalles de amor y de consuelo.

El cuerpo de Cristo que pende de la cruz encuentra unas manos acogedoras que lo bajan, lo envuelven en una sábana, lo perfuman con aromas, en medio de lágrimas y suspiros. Siempre es posible la piedad en nuestro mundo. Ante la madre que llora desconsola­da, ante el joven fracasado y desahuciad­o, ante la pérdida de lo más querido de la tierra, ante tantas tumbas humanas como esconden la muerte y la desesperan­za, puede haber un gesto de amor y de piedad, de alguien que no se marcha y abandona sino que se acerca a los que siguen sufriendo para ofrecerles sus manos acogedoras, su corazón tembloroso.

José de Arimatea, que ha buscado a Jesús en vida, carga ahora con su cuerpo en la muerte del amigo, ya sin miedos ni recelos, para seguir soñando en sus palabras y en sus mensajes que tanto iluminaron su caminar. ¡El mundo de hoy necesita tantas personas que ofrezcan piedad, que solucionen problemas, que restablezc­an el orden y la paz, el sosiego y la tranquilid­ad, aun en medio de la desgracia!

El sepulcro de Jesús esconde el inicio de la nueva vida. La redención se ha convertido, por medio de su tumba, en esperanza de vida y de inmortalid­ad. «Estampa tu imagen, Señor, en el sudario de nuestros corazones».

XIV estación Jesús es colocado en el sepulcro

Aquel cuerpo, colocado por el discípulo en el regazo de la madre, lavado de nuevo por las lágrimas de la Magdalena, queda envuelto en una sábana blanca. Una tumba nueva está a punto de recoger el cuerpo recompuest­o y limpio de Jesús. Colocan un sudario sobre el rostro y, alrededor de la cabeza de Jesús, un lino envuelve sus miembros muertos, en espera de poderlo ungir con óleos aromáticos y sellarlo para siempre tras una pesada piedra. El cuerpo entregado y la sangre derramada permanecen como último testimonio de las palabras de Jesús. Lentamente, sus discípulos van tomando conciencia de que todo aquello que decía era verdad, que correspond­ía a la realidad, pero eran palabras referidas al pasado, porque ¡ahora todo se había terminado!

¡Cuántos cuerpos derramados, destrozado­s, perdidos en las profundida­des de los mares, deshechos por bombas y violencias extremas, quemados para avivar las antorchas del odio! ¡Cuántos cuerpos perdidos, sin tumba, sin manos que coloquen en ellos la última esperanza, la de saber que sus restos son símbolo de su presencia!

¡Cuántos cuerpos acompañado­s al cementerio, colocados en la tumba, despedidos para siempre, sin la más pequeña luz de esperanza en otra vida, en una resurrecci­ón que nos adentre en la plenitud y en la felicidad!

«Cristo es sepultado», recitamos en el credo, y lo hacemos con la plena convicción de que la muerte nos acompaña como realidad pero con un sentido ascético y purificado­r. Desde el momento mismo de nuestro Bautismo, somos sepultados en la fuente bautismal para morir al pecado y para injertarno­s en Cristo, en el pueblo de Dios, que camina hacia la Casa del Padre.

El cementerio nos mostrará el sentido de una palabra que quiere decirnos dormitorio, lugar de descanso, a la espera de la Resurrecci­ón. Y la muerte quiere decirnos que termina nuestra etapa en el escenario visible de la historia, cumplida nuestra tarea y realizada nuestra misión, pero que nos queda lo mejor: el triunfo final con Cristo, tras morir con Él cada jornada.

«Jesús mío, haced morir en mi todo lo que no seas Tú, y sepúltame en lo más profundo de tu inefable corazón».

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Alberto Guerrero
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