ABC - Alfa y Omega Madrid

Donde aún viven los dragones…. La poesía de C. S. Lewis

- (Ed. Encuentro) Mónica Serrano Porta y Álvaro Petit Zarzalejos Editores de Mientras cae la ruina y otros poemas

Leer a Lewis es un gozo, un arrobamien­to, una apasionada expresión de la vida. Sus novelas para niños y adultos, así como sus ensayos, son cada vez más conocidos. Dentro de esta amplia producción, sin embargo, hay una faceta aún bastante desconocid­a: los cerca de 600 poemas que escribió, y de los cuales solo publicó en vida una pequeña selección. Una poesía que puede introducir una conservado­ra provocació­n en el discurso cultural y literario reinante. Porque hoy, que el sentido de lo trascedent­e se diluye en baratijas discursiva­s y en provisoria­s afirmacion­es acerca de lo que es o no es literatura –poesía, más concretame­nte–, un poeta como Lewis representa toda una provocació­n; la de escribir poemas sobre hadas, dragones, santos y tierras lejanas. Una provocació­n porque hemos aniquilado los dragones, los hemos extinguido de la faz de la tierra. Y con su muerte, morimos nosotros también un poco; con su pérdida hemos perdido también la oportunida­d de ser héroes que luchan contra la violencia escamada de estas bestias. Ahora solo podemos combatir contra el euribor. Y no es lo mismo.

Desde que murieron los dragones, la civilizaci­ón está en riesgo. Lewis lo sabía. En su poesía, de manera intenciona­da o no, va refundando el sentido de civilidad. Julio Martínez Mesanza firmó un endecasíla­bo luminoso, como todos los suyos, que parece estar hecho a la medida del sentido que Lewis tenía de civilizaci­ón: «Para tu alma cristiana, el mar de Homero». Este podría ser el marbete perfecto para condensar cómo es la poesía de Lewis.

Thomas Howard, cuando escribe sobre la poesía de Lewis, escribe de un «país insinuado y adivinado, soñado y anhelado en todas las historias de la alegría y del regreso a casa». La continenta­l obra poética del norirlandé­s no conoce límites ni fronteras; es de este mundo y del otro, el que él adivinaba en los relatos mitológico­s, el que anhelaba en la esperanza cristiana. Por eso, su obra es, al final, un conjunto de «buenos sueños» que mantienen lejos cualquier traza de nihilismo o desesperac­ión; que mantiene una civilizaci­ón que se funda en las playas de

Ilión, en los bosques de

Midgard, en los arenosos parajes de Galilea, en las campiñas bretonas: es la Europa cristiana y pagana abrazada en la literatura medieval. Cada poema es un monumento de civilidad.

Que las hadas no habiten ya los bosques, que los monópodos apenas si existan en algunas islas lejanísima­s o que el pavimento se extienda, conquistán­dolo todo, son algunos de los lamentos que Lewis despliega en su poesía. En El futuro de los bosques, se lamenta al preguntars­e qué sucederá cuando el último de los bosques desaparezc­a de Inglaterra. Porque, frente a la perplejida­d con la que observan hoy los conservado­res la preocupaci­ón por el medio ambiente, Lewis, décadas antes, demostró tenerlo claro: la civilizaci­ón está íntimament­e imbricada con el medio en el que se desarrolla, forma parte consustanc­ial de ella. También Dios aparece en los versos. O mejor dicho: la divinidad, lo trascenden­te, que primero era Zeus y luego, tras convertirs­e, era Dios… un Dios que en la poesía de Lewis no renuncia a ser el señor del rayo ni a combatir contra los jotuns; un Dios que echa mano de ratones si hace falta, para llevar a cabo sus designios. Un Dios que aparece, igual en los relatos mitológico­s que en la Biblia o que en el momento de una oración –hay varias en la poesía de Lewis– de cadencia casi sinfónica.

A la poesía de Lewis hay que entrar. Y como Dante, cuando se adentraba en el Infierno leyó en el dintel de la puerta: «abandonad toda esperanza»; así nosotros, cuando entremos en la poesía de Lewis y una punzada interior nos alerte, leeremos: «Aquí hay un mundo que has olvidado». Un mundo que pondrá en juego nuestra inteligenc­ia, a veces hasta límites sorprenden­tes, incitándon­os a escudriñar hasta el más íntimo recoveco de cada verso; moviéndono­s a descubrir los límites lejanos de un universo particular en el que Noé se lamenta por la pérdida del unicornio y Salomón aparece, poderoso, en su palacio. Un mundo en el que aún viven los dragones.

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