Padre Garralda, «un santo del siglo XXI»
▼ A los 96 años fallecía el sábado 30 de junio Jaime Garralda, sacerdote que revolucionó las prisiones españolas y entregó su vida a los marginados sociales
Vicente y Diego, dos exreclusos, saben lo que es descender a los infiernos. «He visto navajazos, cómo han quemado a gente; he visto morirse a dos compañeros míos. Nos fueron a robar y me infectaron el VIH con unas jeringuillas para quitarnos todo», cuenta el segundo. Pero ambos han sido testigos también de un prodigio; han experimentado en sus propias carnes el significado de la palabra «resucitar». Todo gracias a «un santo del siglo XXI», como no duda en calificar Vicente al jesuita Jaime Garralda, fallecido el sábado a los 96 años. La fundación que puso en marcha hace cuatro décadas, cuando vivía en una chabola en Palomeras (Madrid), ha revolucionado el sistema penitenciario español. Todavía –insistía el carismático sacerdote– falta un largo trecho por recorrer, pero gracias en buena medida a él la sociedad española ha tomado conciencia de que las cárceles no pueden ser lugares en los que encerrar a todas aquellas personas marginadas a las que se renuncia a curar y reinsertar.
«He vivido feliz, contento, rodeado de cariño y queriendo», decía en 2013 al volver la vista atrás el jesuita Jaime Garralda en su autobiografía Vivir para amar es vivir (Espasa). Deambulando de proyecto en proyecto sin domicilio fijo, compartiendo techo con adictos a las drogas y marginados sociales. Esa fue la tónica durante casi toda su vida. Desde 2008, no tenía ya cargos en la fundación que lleva su nombre, porque a él nunca le costó delegar ni cayó en la la tentación de considerarse imprescindible. «No quiero mandar, prefiero ser querido», decía, orgulloso de presentarse como un eslabón más en una cadena de más de 1.000 voluntarios que han iniciado una auténtica revolución en las prisiones españolas, promoviendo profundos cambios con sus hogares de reinserción para reclusos, sus módulos de rehabilitación para drogodependientes o las casas y unidades para que cumplan condena madres con bebés en un ambiente más adecuado para el desarrollo de los niños.
En sus 30 años de existencia, la Fundación Padre Garralda–Horizontes Abiertos ha ayudado a más de 40.000 personas a rehacer su vida, ha curado a otras 6.000 de sus adicciones y ha atendido a unos 2.000 bebés encarcelados con sus madres. Siempre codo con codo con los funcionarios y con los responsables políticos de las prisiones. «Me ayudó a distinguir lo imprescindible de todo lo demás», decía el domingo en un tuit de condolencia por su muerte Mercedes Gallizo, secretaría general de Instituciones Penitenciarias en el Gobierno Zapatero, recordando cómo se dejó liar por el sacerdote al comprometerse con él a «sacar a los niños de la cárcel».
El Ministerio del Interior se sumaba a los mensajes de pésame y daba las gracias por «toda una vida dedicada al trabajo en las cárceles», mientras el presidente de la Comunidad de Madrid, el popular Ángel Garrido, destacaba que «el padre Jaime Garralda era ante todo buena persona». «La persona más buena y generosa que he conocido», apostillaba su antecesora en el cargo, Cristina Cifuentes, quien en noviembre de 2016, aún al frente del ejecutivo madrileño, inauguró uno de los últimos proyectos de la fundación: un chalet en Villanueva de la Cañada (Madrid) para enfermos crónicos sin hogar. Allí estaba ese día Garralda, tan alegre como siempre, aunque ya con la bombona de oxígeno a cuestas.
Una vida épica
Al ver ya próximo el final de sus días en la tierra, escribía el fundador de la Fundación Padre Garralda–Horizontes Abiertos: «He vivido al calor de mi Padre, Dios. Teniendo por compañero de camino a Jesucristo: Dios. Iluminándolo todo el Espíritu Santo: Dios. ¿Hay alguien más? Sí: Dios».
Dios… presente de forma especial en sus marginados. Esos que no llegan siquiera a la categoría de pobres: toxicómanos, enfermos de sida, personas sin hogar… Hombres y mujeres que a menudo ni tienen nombre (solo un mote), huelen mal y casi nadie les mira a los ojos ni se detiene al verlos tirados en el suelo. Como los antiguos apestados. O los leprosos de los tiempos de Jesús, solía decir Garralda. Esos son a los que él eligió entregar su vida.
Muy pocas veces le abandonaba el buen humor. Sí le molestaba la condescendencia de algún voluntario nuevo si le descubría sermoneando a algún preso. Y la insensibilidad de muchos cristianos, sacerdotes y obispos incluidos. «Estoy profundamente
cabreado», reconocía en el prólogo de otro de sus libros, Dios está en la cárcel (Desclée De Brouwer, 2009), pidiendo que el pueblo de Dios estuviera «agolpado en el servicio a los pobres y menos preocupado por si aquel besito fue pecado».
La vida de Jaime Garralda reúne toda la «épica» necesaria para contarse entre los grandes nombres de la Compañía de Jesús con los que él solía bautizar los proyectos de la fundación: Estanislao de Kostka, Luis Gonzaga, Ignacio Ellacuría, Pedro Arrupe, Alberto Hurtado…
Joven inteligente y brillante, procedente de una familia acomodada, a los 21 años, descubre que está llamado a ser jesuita: a las nueve de la noche del 2 de septiembre de 1942, recordaría siempre con asombrosa precisión.
Muy pronto despunta, ya en el noviciado. La gran revelación se produciría en Granada, donde es enviado a estudiar Teología y un terremoto sacude varias poblaciones, en especial Albolote. Su astucia y osadía arrancan del mismísimo Franco la decisión no solo de reconstruir la localidad, sino de parcelar la finca de un marqués para quien todo el pueblo trabajaba. Si ya le adoraban los gitanos, ahora el pueblo entero inicia una suscripción para comprarle el mejor cáliz que pudiera encontrarse. «Mirad, no soy sacerdote… La bendición que os voy a dar no vale», les advierte, pero toda