ABC - Alfa y Omega Madrid

Abriendo horizontes

- María Yela*

Sabíamos que el padre Jaime Garralda estaba muy enfermo después de vivir intensamen­te casi un siglo. Pese a saberlo, nos cuesta creer que ha fallecido, que ya no está entre nosotros. Nos cuesta, porque le hemos disfrutado y querido mucho, y porque sentimos que sigue entre nosotros y que nunca dejaremos de quererle.

Comencé conociendo sus andanzas por Vallecas, embarrado hasta las cejas, esas cejas peculiares que también sonreían.

Para quienes trabajamos en Institucio­nes Penitencia­rias el

la plaza se pone de rodillas, incluyendo al rector de la universida­d de los jesuitas. «¡Esta no te la perdono!», le dice sonriendo.

Ya ordenado, es elegido para suceder al padre Morales al frente del Hogar del Empleado de Madrid, gran obra asistencia­l vinculada a la Compañía de Jesús. De ahí nacerían el Movimiento Apostólico Seglar y seis nuevas residencia­s para unos 600 adolescent­es. Hasta que, asustado por el vertiginos­o crecimient­o del Hogar, su provincial lo envía a misiones a Panamá por dos años. Obedece con pesar. Y regresa con la misma obediencia, desoídas por sus superiores las peticiones de una prórroga del arzobispo e incluso del presidente de la República de Panamá, donde le había dado tiempo a poner en marcha una ingente obra social.

De nuevo en Madrid, pasa un tiempo sin encargos en la residencia de los jesuitas de Maldonado, hasta que le envían a una comunidad de viudas. Imposible prever que de aquella insulsa padre Garralda supone toda una referencia por su empeño en liberar y reconstrui­r vidas, acogiendo permisos y libertades, impulsando cursos formativos, pero sobre todo, preocupánd­ose por los niños que estaban en prisión. Hasta los tres años pueden convivir con su madres presas, por lo que dedicó mucho esfuerzo en que ese vínculo fuera lo más sano posible, promoviend­o alternativ­as en unidades y pisos externos.

Innovador incansable, implicaba a la Administra­ción en cambios legislativ­os y reformas necesarias, sabiéndose siempre impulsado por

misión pronto surgiría un potente movimiento nacional, la Confederac­ión Nacional de Federacion­es y Asociacion­es de Viudas.

Pero en Maldonado no encuentra su sitio. Pide permiso para irse a vivir en una chabola en Palomeras, junto al Pozo del Tío Raimundo, con tres militantes del Hogar del Empleado. Son los años de la Transición. Y de la epidemia de la heroína. Garralda empieza a alojar a yonquis en su chabola. A raíz de la detención de la sobrina de unos vecinos, termina convertido, por una cadena de carambolas, en capellán de la cárcel de Yeserías, sin dejar de atender por las mañanas sus responsabi­lidades en la pastoral universita­ria del Arzobispad­o de Madrid.

Al frente de un movimiento vecinal contra la especulaci­ón inmobiliar­ia que amenaza con la demolición de Palomeras (con cerca entonces de 100.000 habitantes), obtiene un buen acuerdo: pisos a cambio de las chabolas. Dos de esos pisos se convertirí­an en las dos primeras casas de acogida para reclusos en España, para varones y mujeres respectiva­mente que, al carecer de red social, no podían salir de permiso. María Matos, joven madre entonces de tres niños, sería desde entonces su mano derecha, al frente del equipo de voluntario­s de Horizontes Abiertos.

El trabajo se multiplica, comenzando por las madres presas. Jaime Garralda conocería pronto una realidad que le rompería el corazón. Fue en la cuarta planta del Gregorio Marañón. «Lo que vi dentro no lo podré olvidar», escribe en Dios está en la cárcel .En la puerta, «maderos armados hasta los dientes». Dentro, supuestos presos peligrosos, desnudos sobre las camas (era verano y hacía calor). Faltaban varios años todavía para la llegada de los retroviral­es y allí «no había personas: solamente huesos y ojos. Pero hablaban. Me olvidé de todo y les di el único consuelo que eran capaces de recibir: les miré fijo fijo a los ojos. Con cariño, con piedad. Y les hablé de Dios».

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