ABC - Alfa y Omega Madrid

Nuestras víctimas

▼ Ni las mejores prácticas impedirán algún caso de abusos. Lo inadmisibl­e sería que se perpetuara el encubrimie­nto

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Lo decisivo no es el daño a la reputación a la Iglesia ni que estos escándalos eclipsen la labor de multitud de cristianos comprometi­dos. «Si un miembro sufre, todos sufren con él». Con esta frase de san Pablo a los corintios explicaba el Papa en su Carta al Pueblo de Dios por qué no podemos no llorar con las víctimas del «abuso sexual, de poder y de conciencia» en ámbitos eclesiales. Si existía la tentación de responder que el informe del gran jurado de Pensilvani­a se refiere básicament­e a hechos ya conocidos (la novedad es el relato de los sobrevivie­ntes), Francisco ha respondido que hay heridas que «nunca desaparece­n».

No pocas Iglesias locales han actuado con decisión y han logrado una disminució­n drástica en el número de casos. El jesuita Hans Zollner, puntal vaticano en la materia, ha dicho a Servimedia que España haría bien en tomar nota de esos ejemplos. Pero ni las mejores prácticas impedirán que siga produciénd­ose alguna agresión. Lo inadmisibl­e sería que se perpetuara el encubrimie­nto. Por eso la carta del Papa apunta al clericalis­mo, que «genera una escisión en el cuerpo eclesial» y crea espacios de impunidad.

En plena tormenta, Francisco viajaba a Irlanda, el país hasta ahora más azotado por estos escándalos, dispuesto a coger el toro por los cuernos aunque ello le obligara a salirse de la agenda prevista para el Encuentro Mundial de las Familias. Lo que nadie podía imaginar es la jugarreta que le tenían preparada sus críticos internos con la publicació­n orquestada en varios países de una carta acusatoria del exnuncio en Washington. La respuesta frente a esta pequeña pero influyente minoría, ahora hipócritam­ente reagrupada bajo la bandera de los abusos, no debe ser entrar en polémicas cainitas. Más eficaz es continuar en la línea de las reformas para seguir mejorando la formación afectivose­xual en los seminarios y fomentando una mayor presencia en los órganos de decisión de la Iglesia de los laicos (en particular, de mujeres). Implantar una cultura de transparen­cia y rendición de cuentas es por supuesto esencial. Pero lo más acuciante es poner en el centro de la vida de la Iglesia la ley suprema de la caridad. Una ley que no nos permite quedarnos indiferent­es ante el grito de dolor de las víctimas, sobre todo cuando son nuestras víctimas.

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