«Quiero verte sin mi uniforme naranja»
Hoy me toca subir al Processing Center de la calle Montana a confesar, aunque la verdad es que lo que buscan los detenidos es tener alguien con quien desahogar sus penas. No puedo extenderme mucho, porque solo me permiten usar el cuarto de entrevistas de 13:00 a 15:00 horas, aunque los de Seguridad son buena gente y, si me extiendo un rato, hacen la vista gorda.
Grevil Antonio nunca falta a la cita. Le digo que casi no nos queda tiempo y se ríe: «Solo quería darte un abrazo y una buena noticia: salgo mañana y me dejan quedarme con mi niña y con mi esposa».
Se nos humedecen los ojos. He oído tantas veces: «Gracias por todo padrecito, me deportan el próximo martes…», que, cuando sucede el milagro, la alegría te paraliza y no sabes qué decir. Solo lloras y sonríes.
«Repíteme la dirección de tu iglesia para memorizarla –me pide Grevil–, porque quiero verte allí sin mi uniforme naranja».
El sábado a mediodía suena mi teléfono. Es Grevil, está libre y quiere que le dé el horario de Misas del domingo para venir a dar su testimonio: «Estuve escondido en un pueblecito de Guatemala durante días. Allí me contactó el coyote que, por 4.000 dólares, se comprometió a llevarme hasta la frontera de Ciudad Juárez con EE. UU.. Nos dieron una clave: “Azael”. Si algún policía nos paraba, con solo decirla nos dejarían en paz. Fueron 27 días durmiendo en camiones y taxis. Escondido sin saber de mi familia. En Ciudad Juárez nos contactaron con otro coyote que, por 600 dólares, nos iba a adentrar a Sierra Blanca. Después de dormir tres días en una nave nos cruzaron. Cuatro días en el desierto derrotan a cualquiera. Seguimos hasta que el servicio de inmigración nos rodeó y nos detuvo. Un día, por casualidad, me encontré un papelito tirado en el suelo explicando el rezo del rosario. Me abracé a él como a un salvavidas, e invitaba a rezarlo todos juntos en la barraca. Rezar fue calmando mi angustia y llenando de Dios mi soledad. De la nada, resurgió la esperanza».
Le digo que el próximo viernes le voy a extrañar. —¿Qué les digo, qué hago, Grevil Antonio?. —Haz lo que haces siempre: danos esperanza. Y nos damos un abrazo interminable. Suspiro profundo tocando el muro con la yema de los dedos al volver a casa. La vida sigue, pero hoy me sonrió y duermo rezando agradecido.