La Contra
Ana Martínez, responsable de Química Médica y Biológica traslacional del CSIC
La labor de los investigadores no se circunscribe al laboratorio. Al menos, no para Ana Martínez Gil (Madrid, 1961). Siempre intenta estar en contacto con los enfermos. Son el sentido último del trabajo de su equipo, que trabaja para desarrollar fármacos para enfermedades neurodegenerativas, raras y olvidadas. Este espíritu también lo vive en casa, con sus siete hijos, su madre enferma... y su voluntariado.
Una de sus especialidades es el alzhéimer. ¿Cómo se puede encontrar una cura si desconocemos su causa?
No conocemos el origen, pero sí vamos identificando las proteínas que funcionan mal dentro de las neuronas. Con nuestros fármacos intentamos corregirlo para evitar que esas neuronas mueran. En los laboratorios de un centro público podemos diseñar una molécula que funcione bien en animales, pero sin la industria farmacéutica no se pueden hacer ensayos clínicos ni lograr que llegue al paciente. Esto último solo lo consigue una de cada 5.000, y necesita no menos de 15 años y una inversión acumulada de entre 1.000 y 1.500 millones de euros.
¿Dónde queda la persona cuando unas proteínas defectuosas parece que prácticamente la anulan?
La persona nunca desaparece, está intrínsecamente unida a la vida. Por eso la vida es siempre valiosa. No sabemos si en algún momento el cerebro de los enfermos hace alguna conexión y pueden darse cuenta de lo que pasa. Y, cuando ya está muy avanzado el alzhéimer, el estímulo que más les hace reaccionar es el cariño. ¡Ahí está la persona! Eso no nos lo puede arrancar la enfermedad.
¿Cómo permite Dios que su criatura más perfecta quede así de desfigurada?
No tengo una respuesta fácil. Pero para todo hay un porqué, y es para nuestro bien. Es muy duro decirlo. Pero hay que buscarlo, y descubres que hasta en la situación más difícil puedes generar mucha vida alrededor.
¿Se adivina algo sobre la mente o el alma al trabajar sobre el cerebro?
Personalmente, me voy convenciendo más y más de que no hay tanta separación entre cuerpo, espíritu y alma. A medida que avanza la ciencia, se conoce más la base orgánica de enfermedades que hasta ahora se creía que no la tenían, como la depresión o la esquizofrenia.
¿Una visión materialista que lo explica todo por la biología?
O ver que somos un cuerpo almado. O un alma corpórea, totalmente integrados. Por eso hay terapias no farmacológicas que, aunque no frenan la enfermedad, mejoran la calidad de vida: terapia con música, con animales… Ese desarrollo de la afectividad genera endorfinas con un efecto beneficioso. Y en el ámbito del alzhéimer, lo único que tenemos por ahora para prevenirlo de manera secundaria es un envejecimiento saludable: ejercicio, relaciones sociales, actividad intelectual, carácter positivo y estabilidad espiritual.
Quiso ser médico. ¿Echa de menos el trato personal con los enfermos?
Eso no lo he perdido. Cada vez intento salir y hablar más con las asociaciones de pacientes, y que mi equipo lo haga. Es lo que más nos estimula, porque la investigación es dura, las cosas no salen y tienes que estar preparado para la frustración. Las asociaciones han financiado alguno de nuestros proyectos. Pero lo más importante que hacen es concienciar para que se invierta más en investigación. Gracias a ellas, el panorama está cambiando mucho.
¿Es solo una relación profesional?
La vida te lleva a estar con enfermos. Mis hermanas y yo hemos cuidado a mi padre, y ahora a mi madre. Además, el voluntariado siempre ha estado muy presente en nuestro proyecto de familia. Nos hemos dedicado a la pastoral familiar, y ahora colaboro con la ONCE.
Desde hace unos años, su equipo trabaja también con enfermedades olvidadas. ¿Olvidadas por quién?
Tenemos proyectos sobre chagas, leishmaniasis, esquistosomiasis, ébola… Afectan a mucha gente, pero no se investigan tanto porque se dan en países con rentas bajas. Siempre he tenido esta convicción personal, pero hay que esperar a que salgan convocatorias. Trabajamos en red con grupos internacionales, muy en contacto con la OMS y con otras entidades. Esto nos permite abaratar costes para ayudar a las farmacéuticas, que son las que tienen que invertir para fabricar medicinas. Se están desarrollando espacios de cooperación científica en laboratorios abiertos, pero queda camino.
¿Es fácil convencerlas para que inviertan tanto y luego acepten vender las medicinas lo más barato posible?
No demasiado. Pero hay farmacéuticas que tienen fundaciones y lo hacen a través de ellas. Empieza a haber cada vez más responsabilidad social.