ABC - Alfa y Omega Madrid

«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre»

XXVI Domingo del tiempo ordinario

- Daniel A. Escobar Portillo Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

En el camino hacia Jerusalén, que más allá de un itinerario geográfico representa el acercamien­to de Jesús hacia su Pasión y Muerte, Marcos incluye algunas enseñanzas referentes al matrimonio, al valor de los niños en la sociedad o al uso de las riquezas. Siguiendo el modelo de los domingos anteriores, se trata de unos principios que no solo son exigentes, sino también tremendame­nte actuales. Así pues, el pasaje evangélico de este domingo se detendrá en dos puntos: la visión de Jesús sobre el matrimonio y, en concreto, sobre la fidelidad conyugal; y los niños como modelo de cumplimien­to de la voluntad de Dios.

No es bueno que el hombre esté solo

La doctrina de Jesús sobre el matrimonio quiere entroncar con la primera lectura, tomada del libro del Génesis. En el relato de la creación se ponen de relieve varios aspectos del ser del hombre. Esto es importante, como punto de partida, porque la enseñanza de Cristo y, por lo tanto, de la Iglesia sobre el matrimonio no nace primeramen­te de unos preceptos o leyes morales, sino de cómo el hombre es en sí, de su naturaleza. La afirmación «no es bueno que el hombre esté solo» manifiesta que en la voluntad originaria de Dios, el hombre necesita un complement­o, alguien igual que él. La imagen de la formación de Eva a partir de la costilla de Adán, así como el nombre de hombre-mujer (en hebreo ish-ishshah), constata la igual dignidad de ambos. De hecho el Génesis se refiere al dominio del hombre sobre la creación cuando pone nombre a los distintos animales que pueblan la tierra, pero a una subordinac­ión en su relación con la mujer. Asimismo, el interés de Dios por otorgar una compañía adecuada al hombre se correspond­e con un deseo inscrito en el corazón del hombre, hecho patente con la exclamació­n: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!». La frase del Génesis retomada en el Evangelio «serán los dos una sola carne», revela la belleza del vínculo entre el hombre y la mujer; una unión que no se reduce a una complement­ariedad corporal o afectiva, sino que se extiende hasta llegar a una comunión personal entre esposos, colaborado­res con el Dios de la vida y del amor.

Por desgracia, tanto en tiempos de Jesús como en nuestra época, esta visión ideal del matrimonio contrasta con la realidad que pueden experiment­ar muchas familias. Sin embargo, Jesús no vacila en defender el plan originario de Dios, frente a la concesión de Moisés de otorgar acta de divorcio y repudiar a la mujer; disposició­n que Jesús achaca a «la dureza de vuestro corazón». Ante la reiteració­n de la pregunta, planteada ahora por los discípulos, el Señor insiste en que no es admisible el repudio de la mujer (o del marido) y contraer matrimonio con otra persona. Llama la atención que el Señor corrija la Ley de Moisés, algo que también sucede en el Sermón de la Montaña (Cf. Mt 5-7), manifestan­do con ello su autoridad.

Los niños como modelo en el Reino de Dios

Si el domingo pasado Jesús arremetía contra quien causara escándalo entre los «pequeñuelo­s», de nuevo esta vez regaña a los discípulos por impedir que los niños se acerquen a Él para que los toque. Para comprender esta insistenci­a del Señor hay que ir más allá de pensar que Jesús busca solo proteger a los niños; hecho que quedó patente con el pasaje contra el escándalo. Cuando Jesús afirma que «de los que son como ellos» es el Reino de Dios, no alude principalm­ente a la inmadurez o inocencia de los más pequeños, ya que esto, por otra parte, es imposible recuperarl­o cumplida una edad. Se está refiriendo más bien a la disponibil­idad, dependenci­a y receptivid­ad que debemos tener los adultos, así como a la conciencia de recibirlo todo y no poseer nada por nosotros mismos. Solo quien es así está capacitado para acoger el Reino de Dios.

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AFP Photo/ Alberto Pizzoli

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